La sustancia y el método
El debate sobre la utilización de un vocablo jurídico como «genocidio» no deja de ser una trampa semántica. De ahí que, para perfilar esta cuestión y graduar una acusación tan falaz como las viejas calumnias medievales de pozos envenenados, resulte provechoso recurrir a la sustancia y al método.
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La masacre del 7 de octubre de 2023 no lo explica todo, pero marca el dilema de Israel: ¿conviene ser firmes y dejar claro a Hamás que no podrá repetirlo o resignarse como si nada hubiera pasado?
El consenso es unánime: los judíos e Israel tienen derecho a defenderse del terrorismo y a mantener la cabeza alta frente a enemigos comunes con Occidente. Dicho esto, la actual política de Tel Aviv despierta críticas casi ecuménicas, igual que la colonización progresiva de Cisjordania y la discriminación sistemática contra los palestinos.
No es justo equiparar a Europa, que intenta preservar el humanismo heredado de la Ilustración, con un régimen cada vez más escorado hacia la extrema derecha, ni confundir la legítima crítica con el antisemitismo que vuelve a aflorar disfrazado de solidaridad.
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Israel, siendo un aliado esencial, no respeta escrupulosamente el derecho internacional. Lleva medio siglo colonizando un territorio, desplazando a sus habitantes, y ahora bombardea hospitales, escuelas y campos de refugiados. 65.000 muertos —el 85% civiles—, un balance desolador.
Nada de esto borra el carácter atroz del 7 de octubre ni la urgencia de liberar a los rehenes. Pero tampoco concede a Israel derecho a situarse fuera de la ley ni a castigar colectivamente a dos millones de personas.
El conformismo internacional —ese eslogan simplista de «Israel mata»— impide advertir que, en realidad, la guerra alimenta la victoria ideológica de Hamás. El grupo terrorista ha entendido a Occidente mejor que muchos estrategas: lo ha encerrado en una guerra asimétrica y posmoderna, donde cada victoria es una pérdida y lo que cuenta no es la realidad, sino su imagen.

La sustancia y el método / LNE
Su estrategia es la manipulación de conciencias, una geometría de la trampa que no funcionaría sin la cooperación involuntaria de la opinión pública occidental.
Europa tampoco sale indemne. Sus élites se obstinan en no reconocer el «entrismo islamista» que erosiona instituciones y consensos. El antisemitismo crece en paralelo a las tensiones derivadas de nuevas poblaciones de origen extranjero y la hostilidad hacia Israel se normaliza. Incluso dentro del Estado judío hay hastío: muchos piensan que esta guerra debería haber terminado hace tiempo.
La deriva del gabinete israelí multiplica el desconcierto, como mostró el reciente ataque innecesario en Qatar. Occidente, tradicionalmente alineado con Tel Aviv, empieza a rebelarse contra la guerra de Gaza y la situación se vuelve políticamente insostenible, para gobiernos europeos que ven como la calle se les escapa de las manos.
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Y aquí entra España.
Con rostro de corindón, el director de orquesta proclamó «admiración y respeto» por una protesta que atizó el fuego de la furia callejera, dejando veintidós policías heridos.
Desmañado en garantizar la seguridad de ciclistas y viandantes, se erigió en portavoz de una supuesta unanimidad, El inusitado apremio a desórdenes públicos convierte la protesta en coartada política. ¿Acaso rédito electoral, encubriendo la corrupción?
La gente tiene derecho a manifestarse y la policía, la obligación de contener. Ese ha sido siempre el juego del ratón y el gato. Lo nuevo es que la protesta se convierte en voto útil y la tragedia se utiliza como cortina de humo.
La Vuelta suspendida no fue un accidente deportivo, sino un episodio político con guion escrito y final inevitable: cuando el deporte necesita un dispositivo de seguridad propio de una cumbre del G-20, ya no es deporte, sino otra cosa.
El ciclismo salió derrotado, con los ciclistas reducidos a figurantes y el ganador levantando una copa de plástico, con el podio improvisado en un aparcamiento, sin himno ni protocolo.
La política ganó una batalla más, quedando un interrogante abierto: ¿cómo gestionar, a partir de ahora, la convivencia entre protesta, seguridad y espectáculo global?
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Sustancia y método concurren en un conflicto enquistado entre la guerra asimétrica y la indignación callejera. Israel, que se juega su supervivencia como Estado y está dispuesto a todo para sobrevivir, traspasa líneas rojas y desborda el derecho. Hamás manipula la imagen y prolonga el conflicto, túneles y escudos mediante. Ambos se entrelazan con un Gobierno que utiliza la Franja en clave interna, buscando bolsas de oxígeno que permitan tapar líos internos. Lo demás es ruido.