«Así se fabrican las palabras del miedo» es el título de un interesante artículo publicado por la profesora de Filología inglesa María Dolores Porto. «Las palabras son poderosos instrumentos capaces de conformar la realidad que nos circunda». Si alguien está empeñado en conformar la realidad que nos circunda son los políticos. Y si hay un arma eficaz para esa manipulación de la realidad son las redes sociales.
Los políticos saben bien que «el nombre que damos a las cosas configura el modo en que se perciben». Montaigne, que tenía respuestas para todo, ya lo decía en sus «Ensayos»: «La palabra es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha». La profesora de la Universidad de Alcalá ofrece varios ejemplos de ese retorcimiento del lenguaje. «No es lo mismo hablar de ‘estrategia de rearme’ que de ‘mejorar nuestra seguridad’ y no es lo mismo un ‘plan de deportación’ de inmigrantes que un ‘plan de remigración’».
Así, cuando la OTAN pedía a Sánchez aumentar el gasto en defensa, el presidente «vendía» a los españoles que se trataba de mejorar nuestra seguridad. ¿Quién se va a negar a eso? La «remigración», por su parte, es un palabro inventado por Trump para hacer creer a sus detractores que la expulsión indiscriminada de inmigrantes no era más que una forma de ayudarles a recuperar sus orígenes en su propio país.
Aquí en España, el partido de la extrema derecha ha optado por una estrategia incluso más férrea: apelar a las emociones, alertar a la población, inculcar el miedo y, por tanto, el rechazo irracional. Expresiones como «inmigración masiva», «invasión», «reemplazo poblacional», «pérdida de identidad de España» van destinadas a crear la alarma y, por tanto, rechazo. Intentar argumentar que no es así es una labor que requiere argumentos más complejos.
Las palabras, en principio, son inocentes, inofensivas, inocuas. Las palabras son símbolo de diálogo, de entendimiento, de cultura. Los poetas las cantaron: «Me queda la palabra» (Blas de Otero), «Palabra sobre palabra» (Ángel González), «La palabra es tan libre que da pánico» (Beneditti). Sin embargo, el uso torticero al que estamos asistiendo las está convirtiendo en instrumentos de odio, en armas mortíferas, que, cargadas de inquina, pueden transformarse en munición letal.
Nos lo demuestra el reciente asesinato del influencer conservador norteamericano Charlie Kirk. Los muchos que se han alegrado de su muerte, incluso aquí, argumentan que se lo tenía merecido por sus palabras de odio. Quienes lo lloraron, de Trump a su esposa, reclaman venganza contra los que, con sus palabras, lo pusieron en el punto de mira. La espiral de la violencia está en marcha. En realidad, ya estaba en marcha mucho antes de que el asesino apretara el gatillo. «Los puñales, cuando no están en la mano, pueden estar en las palabras», llegó a escribir Shakespeare. Puñales fueron esgrimidos y clavados por los ultras izquierdistas que se fueron a Bluesky para evitar los discursos de odio de X. Puñales fueron esgrimidos por los activistas de extrema derecha que, al parecer, dominan Twitter.
La mejor forma de avivar la polarización es obligar a la población a pronunciarse sobre todo. Sobre el asesinato de Kirk, sobre si la masacre de Gaza es un genocidio, sobre si debía suspenderse la Vuelta, sobre la emigración, sobre los pisos turísticos, sobre el cambio climático, sobre los incendios, sobre Eurovisión o sobre Broncano y Motos. Sobre lo más grave y sobre lo más frívolo.
Y no sólo pronunciarse, sino, además, desautorizar, condenar y apalear verbalmente a quien piense lo contrario. Que lo hagan los ciudadanos, malo, pero que lo incentiven en su provecho los dirigentes políticos, no tiene perdón. Habría que pedirles lo que pedía Petrarca en sus «Remedios para la vida»: «Te ruego evites ser uno de los que, con obras o con palabras, encienden el fuego de la contienda civil. Son muchos los que obran así y que, como si las heridas se debiesen a otros, acaban abrasados por el fuego que ellos mismos encendieron». n
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