En la Audiencia General de los miércoles, el Papa León XIV, ha clamado por los niños de Ucrania, Gaza, y otras regiones del mundo afectadas por la guerra: «Les encomiendo a los niños a la protección de María».
También, ha mandado un saludado especial a los fieles de Tierra Santa, a los que ha pedido transformar su grito en un momento de tribulación en una oración confiada: «Dios siempre responde en el momento adecuado».
En español el Papa ha pedido al Espíritu Santo que nos ayude a dar voz a los sufrimientos de la humanidad a través de la oración y las obras de caridad: «Para que esa voz unida a la de Cristo pueda convertirse en fuente de esperanza para todos».
EN LA CRUZ JESÚS NO MUERE EN SILENCIO
Hoy contemplamos la cumbre de la vida de Jesús en este mundo: su muerte en la cruz. Los
Evangelios recogen un detalle muy valioso, que merece ser contemplado con la inteligencia de la fe. En la
cruz, Jesús no muere en silencio. No se apaga lentamente, como una luz que se consume, sino que deja la
vida con un grito: «Jesús, dando un fuerte grito, expiró».
Ese grito encierra todo: dolor,
abandono, fe, ofrenda. No es solo la voz de un cuerpo que cede, sino la última señal de una vida que se
entrega.
El grito de Jesús va precedido por una pregunta, una de las más lacerantes que se pueden
pronunciar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Es el primer versículo del Salmo 22,
pero en los labios de Jesús adquiere un peso único. El Hijo, que siempre ha vivido en íntima comunión
con el Padre, experimenta ahora el silencio, la ausencia, el abismo.
No se trata de una crisis de fe, sino de
la última etapa de un amor que se entrega hasta el fondo. El grito de Jesús no es desesperación, sino
sinceridad, verdad llevada al límite, confianza que resiste incluso cuando todo calla.
En ese momento, el cielo se oscurece y el velo del templo se rasga. Es como si la
creación participara de ese dolor y al mismo tiempo revelara algo nuevo: Dios ya no habita detrás de un
velo, su rostro es ahora plenamente visible en el Crucifijo. Es allí, en aquel hombre desgarrado, donde se
manifiesta el amor más grande. Es allí donde podemos reconocer a un Dios que no permanece distante,
sino que atraviesa hasta el fondo nuestro dolor.
El centurión, un pagano, lo entiende. No porque haya escuchado un discurso, sino porque vio morir
a Jesús en ese modo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».
cuando el corazón está lleno grita
Es la primera
profesión de fe después de la muerte de Jesús. Es el fruto de un grito que no se dispersó en el viento, sino
que tocó un corazón. A veces, lo que no somos capaces de decir con palabras lo expresamos con la voz.
Cuando el corazón está lleno grita. Y esto no siempre es una señal de debilidad, puede ser un profundo
acto de humanidad.
Nosotros estamos acostumbrados a pensar en el grito como algo descompuesto, que hay que
reprimir.
El Evangelio confiere a nuestro grito un valor inmenso, recordándonos que puede ser una
invocación, una protesta, un deseo, una entrega. Es más, puede ser la forma extrema de la oración, cuando
ya no nos quedan palabras en ese grito, Jesús puso todo lo que le quedaba: todo su amor, toda su
esperanza.
Sí, porque también hay esto en el grito: una esperanza que no se resigna. Se grita cuando se cree que
alguien todavía puede escuchar. Se grita no por desesperación, sino por deseo. Jesús no gritó contra el
Padre, sino hacia Él.

Incluso en el silencio, estaba convencido de que el Padre estaba allí. Y así nos
mostró que nuestra esperanza puede gritar, incluso cuando todo parece perdido.
Gritar se convierte entonces en un gesto espiritual. No es solo es primer acto de nuestro nacimiento cuando llegamos al mundo llorando: es también un modo para permanecer vivos. Se grita cuando se apagarnos en silencio, que tenemos todavía algo que ofrecer. En el viaje de la vida, hay momentos en los que guardar todo dentro puede consumirnos lentamente. Jesús nos enseña a no tener miedo del grito, mientras sea sincero, humilde, orientado al Padre. Un grito no es nunca inútil si nace del amor. Y nunca es ignorado si se entrega a Dios.
la salvación llegó cuando todo estaba acabado
Es una vía para no ceder al
cinismo, para continuar creyendo que otro mundo es posible.
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos también esto del Señor Jesús: aprendamos el grito de
la esperanza cuando llega la hora de la prueba extrema. No para herir, sino para encomendarnos. No para
gritar contra alguien, sino para abrir el corazón. Si nuestro grito es verdadero, podrá ser el umbral de una
nueva luz, de un nuevo nacimiento.
Como para Jesús: cuando todo parece acabado, en realidad, la
salvación estaba a punto de iniciar. Si se manifiesta con la confianza y la libertad de los hijos de Dios, la
voz sufriente de nuestra humanidad, unida a la voz de Cristo, se puede convertir en fuente de esperanza
para nosotros y para quien está a nuestro lado.