El humo y las cenizas de los incendios que han arrasado este verano centenares de miles de hectáreas en el oeste peninsular han agravado, si cabe, esa sensación que se respira en España de que todo va mal. Es arriesgado decir que se trata de una falsa percepción de la realidad, pero lo es. No cabe duda de que existen problemas graves, como la dificultad de tantas personas, muchas de ellas con trabajo estable, para acceder a una vivienda asequible, o la misma precariedad salarial, que persiste pese a que hay empresas con excelentes resultados económicos.
Pero lo cierto es que hay muchas cosas que funcionan bien, como la educación y la sanidad públicas, entre otras, que, pese a las carencias y los intentos de algunas administraciones del PP de jibarizarlas, resisten mejor que en otros países con los que tendemos a compararnos siempre para mal. No hay que conformarse, claro que no, hay que trabajar para mejorarlas y pelear para arreglar aquello que no funciona.
Conviene ponerse en la piel de quienes aún teniendo trabajo no llegan a fin de mes, de los que ni siquiera tienen un empleo o de los que lo han perdido todo en un incendio y exigir con ellos soluciones a sus problemas. No es fácil decir en esos casos que no todo está tan mal. Pero la dificultad para valorar el soporte social que ayuda a resistir esas situaciones acuciantes está abonada en buena medida por el griterío político intencionado, generado en ocasiones por aquellas opciones políticas que, si pudieran, eliminarían ese sostén público y universal en el que se fundamenta nuestra sociedad.
La crispación, la no asunción de responsabilidades cuando corresponden, la confusión intencionada sobre quién tiene las competencias y sobre qué o el intento de aprovecharlo todo para acabar con el Gobierno, son actitudes que contribuyen a ese desánimo generalizado y sofocante, que desasosiega a la sociedad y del que solo puede beneficiarse la ultraderecha. Conviene reflexionar sobre ello. Intencionadamente.
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