Un bosque de sombrillas, por Pilar Garcés

Un bosque de sombrillas. / Elisa Martínez

Lo mejor del sol, la sombra. No sé cuándo esta gran verdad dejó de dirigir la acción de arquitectos, urbanistas, políticos y demás implicados en la planificación de las ciudades. Siempre hace calor en verano, otra verdad de perogrullo que se ha convertido en losa irrefutable a tenor de las inclemencias que nos trae el cambio climático. No hay suficiente sombra en las urbes y peligra la salud de sus habitantes: con esta obviedad se podría afirmar que nos hemos caído del guindo, pero seguro que dicho árbol ha sido extirpado y convertido en leña, como tantos otros, sin venir a cuento. Nos habremos caído entonces de una de las miles de farolas inútiles que contribuyen a la contaminación lumínica, de una valla publicitaria, o de alguna de esas pérgolas de diseño moderno que dejan pasar los rayos solares para que haga bonito. Todo elemento superfluo y muerto prolifera en la ciudad atestada, diseñada a golpe de calor. Se reforma una calle y lo primero que hacen es arrasar lo verde con excusas como que las raíces levantan el pavimento o se pueden caer las ramas. Luego se siembran la mitad de ejemplares, tamaño palitroque, que tardarán años en ofrecer algo de frescor, o especies raras que no crecen. Eso en el mejor de los casos. En el peor no se planta nada, y así hay más sitio para los coches. La paulatina desaparición de bancos, fuentes y árboles en las vías públicas de la inmensa mayoría de los núcleos poblados representa un misterio cuya resolución desemboca en la terraza de un bar, que ofrece descanso, agua y cobijo, pero pagando. Estos días de atrás de ola de calor, incluso las terrazas de los bares permanecían vacías porque, no nos engañemos, la sombra de un toldo no es comparable a la que proporcionan un castaño frondoso o un pino de medio siglo de vida.

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