Las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique se convirtió en la elegía más famosa de la literatura en español tras inaugurar, en pleno siglo XV, una sensibilidad inédita hasta entonces: el despojamiento emocional, que integraba también el valor igualador de la muerte. Un sentimiento de humanidad compartida, profundo y honesto, que heredaría Lorca, en su quejido temporal por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, en 1934, y Miguel Hernández, con la desazón temblorosa ante la muerte de Ramón Sijé, un año más tarde. Dos poemas donde ya no resulta necesaria la arquitectura literaria de Manrique, sino concentrar el testimonio en un solo poema, cuya estrofa podría adoptar el ritmo de procesión, en el caso de Lorca, y el desasosiego existencial, en el de Miguel Hernández.
El fallecimiento de Tomás Morales, el 15 de agosto de 1921, con apenas 37 años, más de una década antes de las muertes de Sánchez Mejías y de Ramón Sijé, dicho sea de paso, impulsó a Alonso Quesada a escribir una estremecedora, a la vez que precursora, elegía. Un texto que fue fraguado, sin duda, días después de aquella fecha de la muerte, como lo indica en una carta enviada a Luis Doreste Silva dos días después:
«[…] No es posible decir nada. Hemos caído en un foso, en algo donde no es posible salir. Una agonía terrible y DOS MESES, de lucha antes. Todo esto para él y para nosotros, que teníamos su misma angustia. De mí he de decirte que he perdido las fuerzas y la resignación. Creí que el tiempo y los años servían para algo. Nada. El amor no tiene edad ninguna. Estoy como en el primer dolor de mi vida, con la misma desolada estupefacción. La casa ha sido una tragedia. La amistad, todo, un espanto. No es posible hacerse a la idea de ese siempre, como punto negro, firme y final de toda la vida».
En dicha carta, Quesada comparará el dolor por la muerte de Morales con el que sufriera por la pérdida de su madre, en 1913, que se materializaría en una de sus primeras elegías: «El último dolor», publicada en El lino de los sueños (1915). No obstante, la muerte de Tomás Morales, llega en plena madurez literaria, y el poeta aborda en ella la que es probablemente la elegía de mayor conmoción dentro su producción poética, y por qué no de la literatura canaria.
La elegía se titula «Siempre», y aparece incluida en Los caminos dispersos, poemario editado de forma póstuma por el Gabinete Literario, en 1944, aunque recogido y ordenado por Quesada entre 1922 y 1923, como se refleja en la copia que se conserva en los archivos del poeta, en la Biblioteca Insular de Gran Canaria. El poemario, del que Quesada barajó títulos diferentes (Los salmos del hombre ardiente, Salmos oscuros o Las lámparas de fuego) significa un paso adelante, una evolución, tras su primera entrega de El lino de los sueños, y la posterior publicación fragmentada de Poema truncado de Madrid, compuesto con motivo de su viaje a la capital en 1918, pero que acabaría apareciendo durante 4 semanas en la revista madrileña España, en 1920.
En Los caminos dispersos, «Siempre» fue situado dentro de la sección Intermedio elegíaco, vertebrando el poemario, puesto que delimita con ello una posición central de al volumen. Y no resulta arriesgado pensar que estamos ante uno de los textos últimos en incorporarse a la obra, debido a su cronología, puesto que es constatable que algunos de los poemas fueron escritos entre 1917 y 1918.
A continuación incorporamos el texto presentado en la primera edición de 1944:
Siempre
(Camposanto. Frente al
sepulcro del poeta.)
Siempre es la palabra última:
La honda palabra de la raíz
eterna.
A ti se te metió el «siempre»
en el alma
como un arpón agudo que la
fijó en la tierra.
Tu pequeña sonrisa,
tu sonrisa de niño
que tiene huertos dilatados
y una amplia casa gris
en el solar antiguo de la he
redad austera,
—niño que abre los ojos a los
frutales ebrios
y alza hacia ellos las manos
vivamente
con la novelería de las sor
presas—
tu sonrisa tranquila es un
hueco terroso
que ya el Siempre ha llenado
de lividez perpetua.
¡Oh!, tu amor campesino por
la humedad nocturna
se hizo humedad nocturna,
—¡la salud de la tierra sobre
tu frente yerta!—
Y se cubrió de «siempre»
el camino de tu pensamien
to,
camino claro
como el bienestar de tu vida,
recta.
¡Tu corazón se esparce ahora
lentamente, bajo la tierra…!
¿Qué fue de la graciosa deja
dez de tu alma
que hizo del tiempo divino
una alba bolsa sin fondo
donde el oro
vertió tu mano joven y ente
ra…?
En el arca hermética
donde encerramos tu cuerpo
de marinero rudo y pensati
vo,
penetró, cauteloso, el silencio.
El silencio es: «Siempre»,
con un velo negro.
¿Y después? Vanidad.
Imposibilidad. Tristeza.
Sobre la tierra y las flores
cayó la enorme losa
de los amigos literarios de la
muerte…
Pero Dios no puede librarnos
de nada.
Dios es una estrella lejana y
pequeña;
yo miro la estrella y sonrío
porque acaso pudiera apu
ñarla en mi mano.
Te quedó solo y verdadero el
«Siempre».
Tus ojos cerrados
apretaban el «Siempre»
como un sollozo de hombre
unos labios…
Con una estrategia metaliteraria, Quesada sitúa el adverbio temporal «siempre» en el centro de la composición, y convierte la pérdida de Morales en una poética sobre el lenguaje. Desde el inicio de acotación, que nos sitúa en un espacio singular, el cementerio, la voz poética, el yo, accede a la segunda persona en un diálogo directo con el muerto, metaforizando a Tomás Morales con la idea de eternidad, que es dolor y certeza a partes iguales, aunque su objetivo último sea convertirlo en lenguaje.
Recurriendo a la flexibilidad gramatical y sintáctica del adverbio, cuyo significado es ‘en todo tiempo o en toda circunstancia’, es sustantivado hasta transformarlo en un sujeto bimembre, que es poesía y muerte, que es tiempo y palabra. Lo cual supone devolver al idioma a quien se sirvió de él en su poesía, a quien supo realizar, como dijera Unamuno sobre Rubén Darío, cosas que en el idioma no era posible decir hasta entonces. De esta forma, se le entrega a Tomás Morales un futuro, una posteridad, y sobre todo la perdurabilidad.
En tal caso, la pérdida, el «siempre», que era descrito como «punto negro, firme y final de toda la vida» en la carta dirigida a Doreste Silva, esquiva el posible final, haciendo que Morales permanezca fijado en el lenguaje, no solo por la descripción emocional, con elementos vanguardistas como esa «sonrisa de niño / que tiene huertos dilatados» (curiosa cercanía a la expresividad de Miguel Hernández), sino por incorporar al léxico una muerte. Una muerte que se transporta a las palabras, que es también una despedida. Una muerte que, de ser la desaparición para siempre, se transforma en una existencia para Siempre…
Desde la poética de Quesada, el poeta de Moya no es entonces tierra que se labra, como ocurriera con Ramón Sijé, ni tiempo detenido, como en la cornada que recibiera Sánchez Mejías, en aquella tarde donde todo se detuvo, que también. Tampoco es un río que desemboca y acaba. Morales es al fin el lenguaje.
El olfato léxico y la exploración de las vanguardias, que desarrolla Alonso Quesada después de escribir el Poema Truncado de Madrid, así como el juego verbal en la composición de muchos de los textos de Los caminos dispersos, le permitieron entregar en dicha composición una fórmula de justicia poética en forma de elegía, que perdurará como un canto a la amistad y a la poesía, para siempre, resucitando así al poeta en el lenguaje.
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