Renos de una tribu nómada. / Sergey Anisimov / Anadolu / Getty Images
Hace ya un tiempo reseñé en esta columna un paradigmático ejemplo de colapso ecológico, el caso de un rebaño de 29 renos introducidos en 1944 en el gélido islote de St. Matthews al norte de Alaska. Pese a los escasos recursos naturales, mayormente hierba y líquenes, la cabaña fue prosperando alcanzando los 3.000 ejemplares en 1960 y llegando a los 6.000 en el año 1963.
Pero el crudo invierno 63-64, imposibilitando la nieve el acceso al indispensable y mermado forraje, causó una verdadera hecatombe, sobreviviendo tan solo 42 ejemplares, casi todos hembras. Un claro ejemplo de colapso ecológico al faltar una indispensable biodiversidad, garante de la autorregulación poblacional.
Pero hete aquí que ha salido a la luz un caso parecido, pero con final bien distinto, que ha dejado descolocados a los biólogos: en 1871 un granjero francés procedente de La Reunión intentó colonizar la pequeña e inhóspita isla subantártica de Nueva Ámsterdam, unos 4.000 km al sudeste de Madagascar, estableciéndose con una manada de vacas. Pero las adversas condiciones climatológicas, con fuertes vientos y golpes de mar, sin puntos de agua permanentes desanimaron a nuestro ganadero que a los pocos meses estaba de vuelta, abandonando seis pobres vacas a su suerte.
Hasta 130 años más tarde, cuando viene a ser redescubierta la isla desierta, y con una población bovina de más de 2000 cabezas de ganado.
Paradójicamente las vacas de Nueva Amsterdam no corrieron mejor suerte que los renos de St. Matthew, aunque esta vez a manos del hombre, y por razones bastante peregrinas: fueron eliminadas, y de forma apresurada al verse catalogada la isla como reserva natural nacional del arbusto Phylica arborea, y del albatros Diomedea amsterdamensis, presuntamente amenazados por las pacíficas vacas, con las que habían convivido durante décadas, hasta la fatal injerencia del Homo Metomentodus.
Sorprendidos a contrapié los biólogos ante este insólito fenómeno de vacas gordas, nunca mejor dicho, han encontrado una explicación sorprendente por lo inesperada. Normalmente la endogamia suele generar una deriva perjudicial a la especie. Pero en este caso, debido a una afortunada mezcla de razas Jersey y Cebú, las vacas desarrollaron una dinámica genética capaz de adaptarse a las exigentes condiciones del microclima insular, por ejemplo reduciendo su tamaño y entrando en una mutación exprés que no solo les facilitó su supervivencia, sino un próspero desarrollo.
Circunstancia que me va a permitir cerrar este artículo con un pequeño chiste, que aunque muy conocido, viene aquí como anillo al dedo.
¿Saben aquel del islote de los mares del sur donde en su día naufragaran un navegante y su rebaño de ovejas, siendo hallados al cabo de varios años? Al adentrarse en la isla los rescatadores se encuentran con un señor barbudo y un niño también extrañamente peludo. Para romper el hielo inquieren con cariño del tierno infante: « ¿ Y tú cómo te llamas criatura?»
«¡ Bernabééé!»