Solemos desconocer lo cerca que estamos de la muerte. Pero en ocasiones esa información se nos impone de forma concluyente. Al escritor colombiano Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958), que años atrás relató en ‘El olvido que seremos’, el asesinato de su padre, médico y activista por los derechos humanos por fuerzas paramilitares, le ha nacido una nueva novela autobiográfica, ‘Ahora y en la hora’ (Alfaguara). El libro surgió de la experiencia extrema que sufrió cuando en 2023 aceptó la invitación a la feria del libro en Kiev y una vez allí, sin meditarlo profundamente, la visita a la zona de conflicto del Donbás acompañado por dos compatriotas, la reportera Catalina Gómez y Sergio Jaramillo, impulsor de la iniciativa ¡Aguanta, Ucrania! y el artífice del proceso de paz con las FARC. Al grupo se unió en el último momento la escritora y activista ucraniana Victoria Amelina. Cenaron todos juntos en una pizzería y Abad intercambió su asiento con Amelina porque sordea de un oído y eso le dificultaba la conversación. Los seiscientos kilos de explosivos que cayeron en el local mataron a 13 personas. Amelina, 37 años, que ocupaba el lugar de Abad, fue la mayor de todas las víctimas.
¿Cómo se escribe un libro como este?
Que las cosas bonitas y los amores se conviertan en libro no extraña a nadie, pero las horribles implican más dudas, porque una vez has salido de ellas tienes la tentación de dejar aquello atrás y disfrutar de la segunda oportunidad que te da la vida. Pero por otro lado, yo sentía la obligación de recuperar la memoria de Victoria Amelina, que murió cuando todavía no era amiga mía.
¿La amistad vino con su muerte?
Pude decirse así. A mí me tocó esa casualidad de tener que presenciar su muerte, cuando ella se había dedicado a dar voz a sus colegas muertos y a documentar crímenes de guerra y, puede decirse, que me pasó el testigo de esa responsabilidad para con ella.
La experiencia fue terrible.
Yo quedé psicológicamente muy mal. No estaba ahí por mi oficio. No fui allí con la idea de escribir un libro. Me dejé convencer para ir al frente y acabé allí por casualidad o por falta de carácter.
Podía haberse negado a ir y no lo hizo. En el libro queda claro que, de todas las razones por las que decidió hacerlo, ninguna tuvo nada de heroico.
Es que no lo tuvo. Yo fui a Ucrania porque allí vivían mis editoras, dos muchachas muy jóvenes, que publicaban en ucraniano como un acto de resistencia cultural, un lengua que ha sido negada, prohibida o menospreciada. Porque la lengua de la cultura siempre ha sido el ruso. Mi amigo Joan Margarit decía que las lenguas imperiales, como el español o el inglés, tienen una fuerza tremenda, que eso a veces le obligaba a escribir el mismo poema en catalán y en castellano. Los rusos han sentido esa fuerza de una forma devastadora. Quise ir a presentar la traducción de ‘El olvido que seremos’ al ucraniano como una forma de superar mi cobardía.
Una vez allí le convencieron para dar un paso más y visitar el frente de cerca.
Estaba con un experto en negociación y una periodista de guerra. Ella no conoce el miedo y él convence de lo que sea a quien sea. Además, a mí me cuesta mucho trabajo decir no. Victoria se nos unió y se convirtió en una mártir de guerra y hay que recordar que mártir en griego quiere decir ‘testigo’.
El libro está marcado por un fuerte sentimiento de culpa por haber sobrevivido.
No tengo la hipocresía de decir que no estoy contento de haber sobrevivido. Y además he sobrevivido como una consecuencia de mis achaques de la vejez, en este caso la pérdida del oído. Pero claro, yo era el más viejo de la mesa y uno de los más mayores del restaurante. Que murieran los más jóvenes es como una alteración del orden natural de las cosas y un recordatorio de que en las guerras suelen morir los más jóvenes.
Imagino que el momento de la deflagración es algo que no se le va de la cabeza.
Afortunadamente, ahora dos años después, se me empieza a ir. Pero para escribir este libro yo necesitaba tener el momento muy presente, ponerme otra vez en aquella situación. Un libro como este no sirve como terapia, porque más bien te enferma. Me obsesionaron muchas cosas: la muerte de unas gemelas que murieron ahí mismo delante de su padre que sobrevivió. La de la camarera que acababa de atendernos… Yo no quedé herido físicamente pero sí con una herida de guerra mental.
Tuvo que enfrentarse al enfado de su esposa y sus hijos, a quienes no informó que se trasladaba cerca del frente.
Mi hija me dijo: “Pero te das cuenta de que me hubieras dejado a mi hermano y a mí tan locos como quedaste tú tras el asesinato de tu padre”. La diferencia es que mi padre fue un testigo y un mártir, como Amelina, pero yo no, yo siempre he sido una persona cobarde, cautelosa y prudente. Mi oficio no es documentar la violencia sino contar historias que he vivido.
Imagino que ha habido un antes y un después en su vida después del bombardeo en Kramatorsk.
Mi mujer me dijo que lo me pasó en Ucrania nos jodió la vida para siempre. Yo volví mal, pero la vida sigue y cuando estaba terminando la redacción de este libro mi hija me anunció que estaba embarazada, y además de mellizos, lo que me produjo una sensación casi mística como si fuesen la reencarnación de las gemelas que murieron. Yo siempre quise ser abuelo y estos niños que ya han nacido me dicen que ante la indignación frente a la guerra solo podemos refugiarnos en lo que nos da sensación de futuro y de felicidad, de que la vida sigue a pesar de lo horrible que es lo que nos rodea.
¿El horror del genocidio en Gaza ha hecho que la guerra de Ucrania quede opacada en la percepción internacional?
Sí, y es importante que no nos olvidemos de Ucrania. Estamos en un momento en el que peligra el orden que creamos tras la Segunda Guerra Mundial y la creación de la Unión Europea. Un orden basado en el respeto a las fronteras, las leyes internacionales y las negociaciones lentas y meditadas. Ahora unos hombres fuertes, llámense Trump, Putin o Netanyahu, intentan transformar todo esto y devolvernos al mundo de Mussolini, Hitler o Franco. Hay algo en el corazón humano que a veces desea un padre autoritario y eso es atroz.
¿Vive entre Madrid y Bogotá, no es así?
Hasta hace poco solía pasar la mitad del año en Madrid, pero ahora que nacieron mis nietos mi vida vuelve a cambiar y pasaré menos tiempo en España. Uno cree que decide su vida y uno es así.
Nadie mejor que usted para decir eso.
Sí (ríe), mi padre solía decir que la vida sabe más que uno.
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