En el calendario emocional de las empresas, hay dos simulacros de apocalipsis anuales perfectamente programados: el que precede a la Navidad y el que precede a las vacaciones de verano. Ambos comparten una extraña histeria colectiva por cerrar todos los proyectos pendientes como si el tiempo fuese a extinguirse el 30 de junio o el 22 de diciembre. A este frenesí productivo se suma, para mayor gloria del cortisol, el desfile de funciones infantiles, regalos a profesores, cenas con amigos y el estrés logístico de preparar «unos días de descanso». Probablemente más de una persona se reconozca en esta escena… si es que aún le queda un minuto para leer esta columna entre reuniones urgentes y reservas de última hora. Porque si hay algo que compartimos a estas alturas del año, además del caos, es ese deseo casi visceral de escapar. Necesitamos vacaciones. Y las necesitamos ya.
El turismo es uno de los grandes pilares del PIB español. Nos encanta recordarlo —y no sin razón— cada vez que batimos un nuevo récord de visitantes, y sacamos pecho por nuestra hospitalidad y ese intangible nacional de saber acoger. Lo difícil, como casi siempre, es conjugar cantidad con calidad. Porque detrás del brillo de las cifras se esconden tensiones cada vez más visibles: sobrecarga de servicios públicos, pérdida de identidad en los barrios, subida del precio de la vivienda o presión ambiental. El turismo, que tanto nos da, también empieza a pasarnos factura.
Y la factura ya se lee fuera de nuestras fronteras. El pasado julio, The New York Times desaconsejaba a sus lectores viajar a Barcelona si no querían enfrentarse a lo que llamaban «guerrillas vecinales»: residentes hartos del turismo masivo que disparaban con pistolas de agua a los visitantes. Que te mojen un poco en pleno verano español no es activismo, es caridad, diría yo. Pero más allá del tono entre alarmista y sensacionalista del artículo, la verdad incómoda persiste: el modelo actual necesita una actualización urgente.
¿Puede la tecnología ayudarnos a resolver este equilibrio inestable entre prosperidad y sostenibilidad? Desde la Secretaría de Estado de Turismo piensan que sí, y han promovido la Plataforma Inteligente de Destinos (PID). Un entorno en el que agregar y combinar datos públicos y privados para mejorar la inteligencia competitiva de las empresas turísticas, ayudar a los destinos en la gestión de sus recursos diferenciando visitantes de locales y ofrecer una experiencia personalizada para los turistas. La cuadratura del círculo, vamos. Imaginemos una ciudad costera donde los flujos de visitantes se redistribuyen en tiempo real según la capacidad de carga del entorno, donde se activan rutas alternativas para aliviar las zonas saturadas o se emiten alertas que permiten actuar antes del colapso. Pensemos en un parque natural donde el número de visitantes se ajusta al estado del ecosistema, no al revés. O en un hotel que modula su consumo energético según la demanda prevista, mejorando su eficiencia sin renunciar al confort.
Hoy en día, tecnologías como los gemelos digitales —que modelan entornos complejos combinando datos en tiempo real con inteligencia artificial— nos permiten simular escenarios, prever impactos y tomar decisiones antes de que los conflictos estallen. Podemos transformar el turismo en un sistema más sostenible, ágil y resiliente.
Además de intención y visión, tenemos un ecosistema de empresas capaces de hacerlo realidad y casi 100 millones del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia para financiarlo. Tenemos la oportunidad de convertir la importación de turistas en una forma de exportar soluciones tecnológicas a otros países. Es una oportunidad de incrementar el valor añadido de esta industria y ser, además del país con el sol envidiable, el que ilumina el camino hacia un turismo más inteligente.
A ver si este verano, además de llevarnos a la playa, nos acercamos un poco más al futuro.