Jueves, 20 de junio de 1867. Son poco más de las diez y media de la mañana, según marca, con su tic-tac imperturbable, el viejo reloj de la Catedral de Santa Ana. El sol se derrama sobre las treinta y ocho calles y callejones de la apacible ciudad de Las Palmas, hogar de poco más de catorce mil almas.
En la calle del colegio –hoy Doctor Chil– junto a la iglesia de la Compañía de Jesús, se alza el Seminario, en cuyo patio, sus alumnos ríen despreocupadamente durante el recreo, ajenos a la tragedia que se fragua tras los gruesos muros del viejo caserón. Entonces se oye el estruendo: un sonido hueco y brutal, que desgarra la rutina como una cuchilla atravesando un telón de lino. Un disparo retumba como un cañonazo y su eco sacude todas las calles del barrio.
No es habitual que la paz de la ciudad se rompa con una detonación así. Vegueta, salvo por el traqueteo ocasional de los carruajes o la tamborrada de los soldados saliendo o entrando a la cárcel de la calle de los Canónigos –hoy López Botas–, duerme envuelta en la misma rutina de siempre.
El disparo proviene de la celda del padre Rosario Lopresti, jesuita y médico palermitano. Llegado a Las Palmas a fines de 1861, se había distinguido no solo como profesor del Seminario, excelente orador y celoso padre apostólico, sino como un hombre de ciencia. Doctorado en medicina en su tierra natal, donde ejerció la profesión hasta su ingreso en la Compañía de Jesús, los médicos grancanarios acudían a él para consultarle los casos más complejos, llegando incluso a realizar operaciones de extrema delicadeza que, por entonces, solo se llevaban a cabo en la capital del reino o en la Ciudad Condal.
Por eso, aquella misma mañana, apenas unos minutos antes del disparo, Rafael María Donato Navarro Torrens, de veinte años, entraba en la celda de Lopresti, acompañado de su progenitor, Domingo J. Navarro. Su negocio en la calle Triana había fracasado, y su padre, cansado de sus constantes peticiones de dinero, le había retirado todo apoyo económico. Pero ante los primeros síntomas de enajenación mental, decidió llevarlo al Seminario para que Lopresti lo examinara.
Pasados unos minutos, la discusión entre padre e hijo alcanza tal intensidad que el primero, alarmado, abandona la celda con premura rumbo a la pequeña botica del Seminario, en busca de sales de amoníaco por si fuese necesario reanimar a su agitado vástago, que parece estar al borde del desmayo.
Dentro de la celda, Rafael desliza la mano en su bolsillo y extrae una pequeña pistola. Sus ojos se clavan en los de Rosario Lopresti y, sin mediar palabra, aprieta el gatillo.
Al escuchar el estallido, Domingo J. Navarro vuelve corriendo con las sales aromáticas y el corazón en vilo. ¿Acaso su hijo había asesinado a Lopresti?
Al abrir la puerta de la celda, lo encuentra arrodillado junto al cadáver. Rafael yace inmóvil sobre el suelo, mientras la sangre, extendiéndose bajo su cabeza, forma un pañuelo trágico. Murió al instante: el disparo en la sien fue certero.
Los seminaristas corren hasta la celda, y pronto la noticia se propaga por toda Vegueta hasta llegar a las Casas Consistoriales. Dado que en aquel tiempo no había jueces ni diputados disponibles para atender casos de esta naturaleza, es el propio alcalde, Antonio López Botas, quien acude personalmente.
El alcalde entra escoltado por dos ministros, pero no necesita orientarse, conoce bien el lugar, es un antiguo alumno. Una vez en la celda saluda efusivamente a su viejo amigo Domingo, pues no solo son compañeros de partido, sino que años atrás habían codirigido el periódico El Porvenir de Canarias. Al día siguiente, en un acto que contradice abiertamente la doctrina eclesiástica –que condenaba el suicidio como un pecado tan grave que negaba el derecho a sepultura en tierra consagrada–, su féretro es llevado al cementerio con la cruz alzada al frente.
Pero aunque oficialmente se ha declarado que todo fue un accidente, en la ciudad no cesan los murmullos. El fallecido no es un grancanario cualquiera, sino el hijo de uno de los hombres más influyentes y respetados del archipiélago. Domingo J. Navarro, de 63 años, es médico titular del Hospital de San Lázaro, profesor del Seminario y del Colegio San Agustín, figura destacada del moderantismo isleño, cofundador del Partido Canario, miembro activo del Gabinete Literario y de la Sociedad de Amigos del País. A su reputación se suma el recuerdo imborrable de su valerosa actuación durante la devastadora epidemia de cólera de 1851, que le valió ser condecorado con la orden de Isabel la Católica.
Por eso, aunque la versión oficial pretenda cerrar el caso, la ciudad entera sigue hablando en voz baja. Se rumorea que el suicida jamás logró sobrellevar el peso de crecer a la sombra de un padre tan ilustre, ni la constante comparación con su hermano mayor, Andrés Navarro Torrens, cuya aguda inteligencia lo había convertido en el predilecto de la familia. Andrés, un joven brillante, recién licenciado en Medicina en Madrid que por entonces ampliaba sus estudios en París, era citado con frecuencia como ejemplo por sus padres, un modelo casi inalcanzable que, sin quererlo, eclipsaba a sus nueve hermanos.
Todos sabían que Rafael había fracasado en varios intentos de abrirse camino en el mundo de los negocios. Sin embargo, pronto comenzaron a surgir incógnitas inquietantes: ¿Por qué fue con una pistola al Seminario? Su padre lo había llevado allí en busca de auxilio espiritual y médico, pero portar un arma implica una decisión premeditada; no fue un arrebato ni una reacción impulsiva. ¿Sólo pretendía quitarse la vida o también buscaba sembrar el pánico? El hecho de que apuntara a la sien refuerza la primera hipótesis, pero la elección de un testigo –el padre Lopresti– demuestra que quería conmocionar a toda la ciudad, pues la mayoría de los suicidios que se cometen en la intimidad acaban disfrazados de accidentes.
¿Fingió sentirse desfallecer para que su padre saliera a buscar las sales de amoníaco y así quedar a solas con el sacerdote? ¿Y por qué, entre todos los lugares posibles, eligió precisamente el Seminario como escenario de su acto final?
La respuesta corrió por la ciudad en forma de habladurías. Se decía que Rafael había sido víctima de abusos sexuales a manos de miembros de la Compañía de Jesús, y que su suicidio, ejecutado ante uno de ellos, era una forma de denuncia, un gesto desesperado para señalar con su muerte el daño sufrido, obligando a sus agresores a cargar con la culpa.
Si esa fue su intención, lo logró con creces. Pues para los jesuitas, aquel día supuso el mayor agravio desde su expulsión del archipiélago, ocurrida exactamente un siglo antes. Quizá por eso, abrumado por la tragedia, el sacerdote solicitó poco después su traslado fuera de la isla. El 27 de enero de 1868, al finalizar el primer trimestre del curso, abandonó Gran Canaria en silencio, sin honores ni despedidas. Era evidente que no pudo soportar el peso de lo ocurrido.
Pero no fue el único que hubo de marcharse. A finales de septiembre de ese mismo año Isabel II partía hacia el exilio y al mes siguiente los jesuitas volvían a ser expulsados de España, con lo que la celda del padre Lopresti acabó convertida en letrina, de modo que con los años, el Seminario acogió a nuevas generaciones de profesores y alumnos que ignoraban que donde aliviaban sus cuerpos alguien había aliviado su desgarrada alma.
Pronto, los pocos que aún no habían olvidado aquel extraño suceso ni siquiera recordaban la fecha exacta en que ocurrió. Y así, el eco del disparo que estremeció a toda la ciudad acabó por disiparse, mientras el escenario de la tragedia terminó convertido en letrina, símbolo de una sociedad que acostumbra a arrojar su mala conciencia al desagüe de la indiferencia.
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