¿Sabías que… la palabra monumento deriva del término latino “munere”, advertir, y que un monumento es, pues, una advertencia, un recordatorio, una llamada de atención, que se puede presentar de distintas formas (como estatua, como edificio, etc.), que se hace cargo de unos determinados valores y que tiene como objeto honrar un hecho, a una persona o a toda una colectividad? Este es el caso que nos interesa recordar, porque para vecinos y forasteros la ciudad de Santiago es sinónimo de ciudad monumental, es decir, se percibe toda ella como un monumento, en el sentido de aquello que hace recordar y que se vive como la encarnación de una memoria colectiva. Y esto empieza a ocurrir desde el inicio de las obras de la catedral románica, a finales del siglo XI, sumando luego monumento a monumento, aunque en este proceso de monumentalización el siglo XIX tuvo mucho que decir, y por varias razones. En primer lugar, porque fue entonces cuando la arquitectura doméstica adquirió una imagen distinta y mucho más digna debido a los nuevos materiales empleados, que echan mano de un uso más generalizado de la piedra, lo que no quiere decir que todas las fachadas principales vayan a ser de cantería, pero sí que se sienten más firmes y consistentes. Y junto a los materiales, una nueva apariencia y un nuevo comportamiento urbano. Los inmuebles podrán ser humildes, incluso muy humildes, pero se hacen cargo de una dignidad desconocida, y no olvidemos que la construcción doméstica es la principal protagonista de la red viaria.
En segundo lugar, porque fue entonces cuando el proceso de pavimentación adquiere unas dimensiones desconocidas cuantitativa y cualitativamente, contribuyendo a esa idea de ciudad pétrea, de montaña edificada. Y, en tercer lugar, porque se apostó por unas calles más despejadas, más regularizadas y más saneadas.
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