Dijo hola y adiós, y los gritos del público sonaron como un signo de interrogación. Fue Joaquín Sabina, el artista que lo niega todo pareciendo que afirma, pues el texto de esa canción de su último disco de estudio (Lo niego todo), que por supuesto el jueves incluyó en el repertorio del concierto en el Príncipe Felipe, es divertidamente tramposo, pues toda las negaciones que sostiene configuran, dándoles la vuelta, el retrato del artista, no adolescente, a quien le han robado el mes de abril pero ha ganado un calendario completo en la inmortalidad de la canción popular española.
Sabina, vivo y casi coleando, despidiéndose de los zaragozanos (este sábado repite actuación), con profundas arrugas del tiempo en la voz, paseando por una simbólica calle melancolía, huyendo de donde habita el olvido, soltando mentiras piadosas, nadando como un pez de ciudad y paseando, no por el bulevar de los sueños rotos (él ha cumplido los suyos con creces) sino por el de las despedidas, tan joven y tan viejo. Sabina, voz de arena, corazón de león y fuelle con agujeros por donde se pierde el aire. Canta, sí; se le entiende, sí; pero a esa voz que ya está grabada en el imaginario de las españas le falta recorrido, dinámica, matices. La emoción, en suma, que hasta ahora nos había proporcionado.
Agradecemos el esfuerzo de una gira agotadora, sin duda, para un cuerpo castigado por los excesos y los embates de las dolencias, pero este Sabina, poeta de los ingenios, es ahora intérprete de recursos justos. No pareció importarle al público todo lo que este escribano anota, pues le regaló los mejores aplausos, los vítores más fuertes, los vivas más sentidos. Como tampoco pusieron pega los encendidos espectadores a un programa de grandes éxitos mil veces oídos.
Me explico: yo, dylaniano como Joaquín, escucho en directo al bardo de Minnesota, ahora, a sus 84 años, y no quiero respuestas en el viento, ni llamadas a las puertas del cielo, ni vainas. Lo que quiero, muchacha de ojos tristes, es el latido del tiempo presente, ese que mayoritariamente suele ofrecer en sus conciertos. Serrat, cuando se despidió, olvidó sus mejores canciones en catalán; Sabina, en su Hola y adiós, ha recurrido demasiado al pasado, cuando su expresión más perturbadora llegó con la madurez. Manda el público, lo sé; pero volver a escuchar 19 días y 500 noches, Pacto entre caballeros, unas Mentiras piadosas que hoy se le escapan crudas, Y nos dieron las diez y Princesa (un cierre de velada con intención festiva y resultados desiguales), cuando en tiempos más recientes ha escrito gozosas y vibrantes canciones, es cansino. Pero tal vez, como en las despedidas amorosas, conviene recordar en el adiós de los conciertos los momentos de mayor comunión entre público y artista. Será.
Por los demás, a estas alturas ya habrán leído en las crónicas que Sabina actuó con su solventísima banda de siempre. Pero tal vez no hayan leído que no estuvo (la banda) tan brillante como en otras ocasiones y que le metieron un volumen brutal, que Pacto entre caballeros (cantada por Jaime Asúa) sonó a verbena rockera, que el gran Antonio García de Diego hizo lo que pudo con La canción más hermosa del mundo, que Mara Barrios se encargó de Camas vacías y de la algo manierista Y sin embargo te quiero. Seguro que saben igualmente que los visuales que acompañan a las canciones son extraordinarios, y que los que se proyectan mientras suena Donde habita el olvido recuerdan no poco a Edward Hopper.
Dijo hola y adiós. ¡Buen viaje, flaco!