El pasado 5 de junio, el Tribunal Administrativo del Deporte (TAD) resolvió no incoar expediente disciplinario contra el presidente de LaLiga, D. Javier Tebas Medrano, desoyendo la petición razonada del Consejo Superior de Deportes.
Lo hizo con una resolución prolija, revestida de solemnidad jurídica, pero aquejada de una contradicción esencial: la renuncia del propio Tribunal a ejercer la competencia que le otorga la ley. Se prefirió esperar —literalmente— a que la jurisdicción civil concluya lo que, en el ámbito disciplinario deportivo, es ya jurídicamente exigible.
La cuestión de fondo no es menor. En varias reuniones del órgano de control de la gestión de los derechos audiovisuales de LaLiga —un ente creado por ley— Javier Tebas impidió al Real Madrid y al FC Barcelona participar en las deliberaciones y votaciones, con el argumento de un supuesto conflicto de interés.
La Audiencia Provincial de Madrid ha declarado que tal conflicto no existía y que la exclusión se produjo sin justificación legal ni estatutaria. No hay duda fáctica al respecto. Lo que está en discusión es si tales hechos, en sede administrativa, constituyen un abuso de autoridad.
La respuesta natural de un órgano disciplinario debería ser la apertura del procedimiento y la investigación completa del asunto. Pero el TAD ha preferido no decidir.
Más allá del caso concreto, lo preocupante es el principio que se consagra: la autolimitación del poder disciplinario bajo el pretexto de una interpretación maximalista del principio de seguridad jurídica.
Como señalaron los tres vocales que firmaron voto particular (Pilar Juárez, Marina Porta y Jaime Caravaca), el TAD no puede condicionar el ejercicio de su competencia a la existencia de una sentencia firme en la jurisdicción civil.
El abuso de autoridad —tipificado en la Ley del Deporte— no exige un pronunciamiento judicial previo sobre competencia, conflicto de interés o arbitrariedad. Le basta con hechos, indicios y una valoración jurídica administrativa. Eso es precisamente lo que se ha eludido.
La resolución incurre así en una omisión institucional: abdica de su responsabilidad bajo el argumento de una prudencia que es, en realidad, parálisis. Lo que se nos presenta como deferencia hacia el orden judicial es, en el fondo, un miedo reverencial a actuar.
Y el Derecho administrativo —como todo Derecho— no es un ejercicio retórico ni una función consultiva: es poder público al servicio del interés general. Cuando se diluye en excusas o se replega por conveniencia, se debilita su propia legitimidad.
El precedente es, por tanto, inquietante. Si la protección de los derechos de los clubes frente a actuaciones disciplinariamente reprochables depende de que un tribunal civil emita una declaración expresa con el vocabulario exacto (“arbitrariedad”, “abuso”, “grosería”), el sistema disciplinario deportivo queda, en la práctica, suspendido.
Y si un tribunal administrativo invoca su doctrina anterior para blindarse frente a nuevos hechos sin valorar los cambios procesales (una sentencia ratificada en apelación, nuevos elementos de hecho, el dictamen del TJUE sobre la Superliga), entonces deja de ser un órgano dinámico de tutela y se convierte en custodio de su propio inmovilismo.
Resulta especialmente grave que esta decisión haya sido avalada por Francisco de Miguel Pajuelo —presidente del TAD—, Julio Álvarez —profesor universitario— y Alfonso Ramos del Molins —abogado del Estado—.
Con su voto, han suscrito una doctrina de inhibición que vacía de contenido la potestad disciplinaria prevista por la Ley del Deporte. No se trataba de condenar, sino de investigar. Pero optaron por no hacerlo, renunciando así a la función que la ley les encomienda.
No defendieron la seguridad jurídica: defendieron su comodidad institucional. La neutralidad no consiste en no actuar. Consiste en aplicar el Derecho con independencia.
Y lo que aquí han hecho es dejar desprotegido al sistema frente a una actuación objetivamente ilegal, acreditada por dos resoluciones judiciales. La responsabilidad que han eludido no desaparece con su voto. Queda registrada —y lo estará— como un precedente más de lo que ocurre cuando la valentía jurídica brilla por su ausencia.
Lo que ha hecho el TAD no es respetar la seguridad jurídica. Es convertirla en coartada para la inacción. Frente a unos hechos graves, acreditados judicialmente, ha optado por mirar hacia otro lado.
Y mientras eso ocurre, el Sr. Tebas se declara vencedor, como si sobrevivir a una denuncia fuera sinónimo de tener razón. No lo es. Lo que ha quedado en evidencia no es su inocencia, sino la renuncia del sistema a sancionar una ilegalidad.
El Derecho puede callar. Pero no absuelve por silencio.
*Miguel García Caba es profesor de Derecho Administrativo y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación