Pedro Sánchez se reúne con las víctimas de la dana / Germán Caballero
Mazón, sin duda, tiene una narración que contarnos sobre el día de la dana. Otros tienen otras. En realidad sólo puede ser cierta una narración autobiográfica de Mazón. Los demás tienen huecos que llenar. Ahí está el problema. El que Mazón no entiende: los otros están legitimados para hacer poesía, él sólo puede hacer confesiones, porque sabemos cómo acabó su ausencia en tragedia; una amarga realidad que él pudo presenciar en primera fila, y no quiso; un desastre que quizá pudo paliar, o, al menos, aportar dignidad. Pero en cierto modo, las distancias entre los relatos no son excesivas, siempre y cuando los actores estén dispuestos a moverse en un marco de veracidad comprensible, desde el sentido común, por la ciudadanía. Tras el fin de la I Guerra Mundial un político alemán le dijo a otro francés que cuando pasara tiempo, los historiadores escribirían distintas narraciones sobre el inicio de la guerra. El francés le respondió que era muy probable, pero que seguro que en ningún libro de historia se diría que Bélgica invadió Alemania. Esto tampoco lo comprende Mazón: la lluvia no la provocó una brujería en la Moncloa. Y por no creerlo se va quedando sólo. O en compañía de Vox, a quien ciertas desgracias humanas le son absolutamente ajenas. El otro día leí de una santa que amaba la pobreza pero no a los pobres. Vox ama a España, pero no a los españoles, ni siquiera a los de l’Horta Sud.
Así que andamos con el relato a cuestas. Y creemos que es cosa nueva. No lo es. Lo que quizá sea nuevo es que la lucha por los relatos se inscribe en la percepción de una complejidad de la política que confundimos con los malos trabajos de los políticos. Pero es la propia complejidad social, con su irrefrenable tendencia a la fragmentación de deseos, necesidades, odios y demandas, la que exige que, antes de dormir, cada noche, para espantar pesadillas, se nos diga un cuento. Estamos volviendo a esa minoría de edad culpable que Kant soñó exorcizada por la Ilustración. Y por eso necesitamos vacunas contra las pesadillas: no tanto para evitarlas como para endosárselas a otro. ¿Se asombra Mazón de verse convertido en malo de esta malaventura cuando no es ni capaz de elaborar ese relato terapéutico, cuándo no ha entendido las reglas del juego, cuándo aún sigue dependiendo de su pobreza intelectual de correveidile de Cámara de Comercio subvencionada? Cuando cree que Bélgica le ataca cada día.
Cabe estudiar la genealogía de los relatos como centro de la política: a principios del siglo XX el gran Max Weber los analizó, usando una terminología casi actual, cuando estudiaba las formas de dominación, en especial la carismática. En los años 80, un impresionante –por su capacidad previsora- texto de Linz acerca de la crisis de las democracias, se detenía en las nuevas formas de construir relatos: como si fuera hoy. Ellos y otros muchos remiten a la antigüedad del mecanismo de búsqueda de legitimidad y se van a la antigüedad clásica. No insistiré salvo en un matiz: Mazón, en su huida hacia delante, se configura como un héroe lastimado, un desdichado herido por las flechas de la fortuna. Ignora que en nuestra época sólo queda una clase de héroes ejemplares: las víctimas, aquellos, como dijo algún pensador, cuya muerte –o sufrimiento- quizá fuera inevitable pero, al menos, se concebía como una injusticia. Ahí tenemos a Mazón: estrellado contra las víctimas y su relato. Defendiendo lo que no ha defendido. Ausente en su Troya arruinada.
Y en estas aparece un actor hasta ahora bastante invisible: un tal Pedro Sánchez, que, como Feijóo no quiso ser él, es el Presidente del Gobierno. O sea: el administrador de la mayor fábrica de relatos si tiene inteligencia y voluntad. Un Ulises muy habilidoso, buen navegante. Las derechas siguen menospreciando a Sánchez y lo pagan muy caro. Y se indignan con sus ardides, pero son incapaces de superarlos. ¿Es criticable esa tendencia a lo espectacular? Quizá. Pero, ya sabemos lo de la piedra y la culpa. Mazón quiere hacer lo mismo pero con silencios apañaditos y media sonrisa de trilero. Sea como sea, la visita de Sánchez, su reunión con las víctimas y sus anuncios, ha significado mover una ficha de gran poder y situar la partida en otra dimensión. Por decirlo bonito: aunque no haya podido secar las lágrimas, ha creado para la desdicha un nuevo horizonte de sentido. Hay una claridad que nunca el PP se ha atrevido a usar. Y no es sólo la agitación de la rabia. Esto es nuevo. Corre riesgos, por supuesto. Pero esa es su obligación y su afición. Mazón es quien no quiere correr riesgos, aunque se ponga chaleco reflectante o salvavidas. Mazón tiene que decir la verdad; a Sánchez le basta con que Mazón no la diga, incluso con que no la haya dicho todavía.
Pero Sánchez emplaza a todo el arco parlamentario valenciano. Al PSPV, con su silente jefa-ministra al frente, le dice, como el lejano poeta: “avive el seso y despierte”. No sé si servirá de mucho, ensimismados como andan, o duermen, en las cosas del querer, del querer matarse unos a otros y viceversa. A mí la enésima lucha socialista, tan parecidas a las de hace décadas, me provoca tanta vergüenza como hastío. Es como si su imaginación no diera para figurarse que la verdad está ahí fuera, al otro lado de los oscuros despachos y sedes en las que, morosamente, se recuentan votos para la próxima asamblea, para cargos infinitos. Por eso, el mayor peligro para que la iniciativa de Sánchez se anule está en su propio partido, tan modosito, tan a la espera de destino.
Compromís se ha comido estos meses al PSPV en el centro –geográfico- de la Comunidad. Pero ahora le va a costar más. Compromís es el partido anti-Mazón, el partido de la dana. Se lo ha ganado. Pero tiene dos problemas. El primero es que no todo es dana, sobre todo una vez que te alejas de València: poco se sabe de iniciativas de un cierto impacto y que no tengan que ver con la dana. El segundo es que los discursos sobre la dana también pueden y deben modularse. Aunque puedan mostrarse infinidad de iniciativas parlamentarias, a la ciudadanía le llega el aliento sofocante de la indignación. Y está bien. Pero conformarse con eso tiene muchos peligros. El primero es alimentar a Vox, que siempre va a patrimonializar la rabia. El segundo, aburrir. Todo ello no es casual: obedece a su trayectoria y construcción de liderazgos, inmersos siempre en interminables y absurdas batallas por las próximas primarias, por la política de alianzas y por qué cosa puede ser Compromís cuando sea mayor. Sus cuadros –y eso es Compromís: una coalición de cuadros-, además, suelen ver la política como una acumulación de acontecimientos aislados y no como una estructura que aporte coherencia a los análisis y vigor al relato. Por decirlo de otra manera: lo importante es salir mañana en Tv y redes, no calcular el medio y largo plazo. Lanzamiento de peso, nada de ajedrez.
En la lucha enconada contra Mazón las izquierdas no pueden olvidar que hay otra lucha: contra el reloj. Los tiempos no los va a marcar la oposición. Quedan dos años –la hipótesis de adelanto electoral es la que me parece menos probable-. Y dos posibilidades cuando todo se ha jugado a la carta de forzar la dimisión de Mazón. La primera es que obliguen a Mazón a marcharse: tendrán enfrente a un líder –por malo que sea- fresco, un alivio de luto al que no se podrá acusar de bellas tardes, fuera del tiempo, en idílicos ventorros. La segunda es que no fuercen la dimisión: aunque el candidato sea otro, habrán mostrado su debilidad; y Vox feliz, afilando pico y garras. Sólo se me ocurre una respuesta a todo esto: recuperar un pensamiento estratégico, que huya de enormidades, que aproveche el giro propiciado por Pedro Sánchez y que privilegie mensajes de unidad y fraternidad. Una estrategia que muestre: no que la derecha debe perder sino que la izquierda puede ganar. No es lo mismo. Pero si los líderes de PSPV y Compromís no lo entienden, qué le vamos a hacer. Colorín colorado.