Un espejo oscuro de Tenerife

En el Sur del Líbano se calienta al sol una pequeña localidad entre aldea y pueblo, Batulai, cuyos habitantes se dedican mayoritariamente al pequeño comercio, la agricultura y la ganadería. Un sitio tranquilo, casi anacreóntico, demasiado diminuto y perdido para sufrir ataques aéreos de Israel, con una aplastante mayoría musulmana sunní, que se levanta al amanecer y se acuesta con el último rayo de sol. Ahí nació Mohamed Jamil Derbah a principios de los años sesenta, hijo de un modesto trabajador, que durante la mayoría de su vida laboral trabajó como camionero y taxista. Derbah siempre admiró a su padre, un devoto musulmán, que compaginaba la firmeza y la reserva con un carácter compasivo. Como la pobreza y la lejanía de las ciudades no estimulaba el estudio, Mohamed Derbah, desde la pubertad, tuvo que ganarse la vida, ferozmente decidido a labrarse un futuro. No quería simplemente vivir con comodidad. Quería hacerse rico, sacar a la familia de la pobreza, tener hijos con un gran matrimonio, practicar la ayuda de un buen musulmán a través de la conmiseración y la limosna. Pero, sobre todo, hacerse rico. De la riqueza procedían todos los dones. No había redención posible sin la bendición del éxito. Había que salir corriendo de la aldea y no importaba si se pisoteaba cualquier cosa en la huida. 

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