La degradación que está sufriendo el aeropuerto de Barajas ha alcanzado una dimensión que obliga a las Administraciones públicas a ocuparse inmediatamente de lo que ha llegado a plantear un serio problema de indigencia, seguridad, higiene e imagen.
Aproximadamente quinentas personas pernoctan y viven en las dependencias del aeropuerto madrileño, en espacios no acondicionados para ello. Y aunque la tipología de los sintecho es variada, junto a los trabajadores pobres o personas en tránsito cohabitan también individuos con problemas de alcoholismo y drogodependencia. Lo cual ha convertido el aeródromo en un foco de plagas, trapicheo, delincuencia y prostitución, según denuncian sus trabajadores.
Sin embargo, las instituciones se están lanzando acusaciones cruzadas sobre la atribución de responsabilidades en el manejo de la emergencia.
José Luis Martínez-Almeida ha invocado la condición de peticionarios de asilo de cuatrocientos de los residentes para exigir al Gobierno que dote al Consistorio «de los recursos financieros y los medios materiales» para hacerse cargo de ellos.
Aena, por su parte, ha enviado un requerimiento formal al Ayuntamiento de Madrid acusándole de «dejación de funciones» e instándole a cumplir sus obligaciones legales como «administración competente».
Y el Gobierno de España ha defendido que «estas situaciones de vulnerabilidad relacionadas con el sinhogarismo o la atención a personas migrantes» son «competencia exclusiva de los gobiernos autonómicos». Pero la Comunidad de Madrid, a su vez, se ha escudado en que no dispone de esas competencias.
En realidad, las responsabilidades son compartidas. Las competencias de asilo y seguridad corresponden al Gobierno. Los servicios sociales y las funciones de acogida, al Ayuntamiento y a la Comunidad de Madrid. Y la gestión de las instalaciones, a la empresa pública Aena.
Los distintos actores públicos no pueden seguir dedicándose a pasarse la patata caliente. Primero que todo, por una cuestión de humanidad. No es de recibo que centenares de personas permanezcan sin la debida atención en unas condiciones tan insalubres.
Pero también por razones de interés económico. La chabolización de una infraestructura nodal en Europa, y tan medular para las comunicaciones en España, corre el riesgo de comportar un impacto negativo en la actividad turística.
De hecho, algunos medios de la prensa británica ya están alertando a sus ciudadanos de que Barajas se ha convertido en un «aeropuerto zombi», y lo comparan con la San Francisco asolada por el fentanilo.
De un modo parecido, el aeropuerto madrileño se ha convertido en una ilustrativa representación de la otra cara del «cohete económico» español, que por lo pronto no despega de Barajas. Y cuyos boyantes datos macro eclipsan los preocupantes indicadores sociales a nivel micro.
El hecho de que este núcleo cada vez más populoso de sintechos incluya a muchos trabajadores pobres habla de las dificultades de acceso a la vivienda en la capital, de la ínfima calidad de ciertos trabajos y de la inadecuada política migratoria. No en vano, en su último informe de abril sobre la situación socioeconómica en España, la Comisión Europea sitúa a nuestro país a la cola de los países comunitarios por su alta tasa de población en riesgo de pobreza, la desigualdad de ingresos, el bajo impacto de las prestaciones sociales, la carestía de viviendas o el elevado desempleo.
En lugar de enrocarse en un litigio competencial, o incluso legal, el Ayuntamiento, la Comunidad de Madrid, el Gobierno y Aena deben sentarse inmediatamente a una mesa de diálogo para encontrar una vía que permita reasentar y dar una solución habitacional a los sintecho de Barajas.