Los ñus recorren cada verano unos 3.000 kilómetros entre el Serengueti (Tanzania) y la reserva de Masai Mara (Kenia). Las mariposas monarca vuelan cada año más de 4.000 kilómetros desde Estados Unidos y Canadá hasta México para hibernar. Las grullas canadienses viajan 8.000 kilómetros por temporada desde Texas hasta el Yukón canadiense. Un ser humano promedio camina entre 120.000 y 160.000 kilómetros a lo largo de su vida, el equivalente a entre tres y cuatro vueltas al mundo. Pero una pequeña ave, de apenas 100 gramos de peso, los supera a todos. La migración anual de esta especie extraordinaria no resiste comparación con ninguna otra.
El charrán ártico (Sterna parodiase) protagoniza cada año un viaje asombroso entre los polos de la Tierra, desde el Ártico hasta la Antártida… ida y vuelta. Traducido: los charranes árticos recorren cada año por término medio más de 70.000 kilómetros. Pero es que datos recabados por geolocalización han revelado que algunos ejemplares llegan a recorrer hasta 96.000 kilómetros al año.
Dado que los charranes árticos pueden vivir más de 30 años y tomando como referencia para el cálculo 70.000 kilómetros anuales, a lo largo de su vida pueden recorrer más de 2 millones de kilómetros, el equivalente a tres viajes de ida y vuelta a la Luna. Ninguna otra especie se acerca a esa distancia sideral.
Charrán ártico en vuelo. / Cristina Amanda Tur
La migración del charrán ártico es un prodigio de la naturaleza. Cada año, entre agosto y septiembre, estas aves abandonan el Ártico, donde crían, y emprenden un viaje hacia el sur, siguiendo rutas que bordean las costas de África y América. Utilizan corrientes de viento y señales ambientales, como la posición del sol y el campo magnético terrestre, para navegar.
Una carrera contra el tiempo
El trayecto que siguen los charranes árticos no es aleatorio. Al alternar entre los veranos polares, el charrán maximiza su exposición a la luz solar, vital para localizar cardúmenes de peces. Es como si vivieran en un verano perpetuo, como si persiguieran incansablemente al Sol. Es el ser vivo que más luz solar recibe en el planeta.
La temporada de cría, entre mayo y julio, es una carrera contra el tiempo. Los charranes forman colonias de hasta varios miles de individuos en playas arenosas o zonas rocosas. Allí, las parejas, monógamas y territoriales, construyen nidos rudimentarios en el suelo, donde la hembra deposita de uno a tres huevos moteados, camuflados contra depredadores como gaviotas o zorros árticos.
La defensa de sus huevos es feroz. Los adultos atacan en picado a cualquier intruso, incluyendo humanos, golpeándolos con el pico. La inversión energética en proteger a las crías es enorme. Los polluelos, tras 22 días de incubación, abandonan el nido, aprenden a volar en tres semanas y se unen a la migración pocos meses después.

Un charrán ártico posabo sobre un bloque de hielo. / Cristina Amanda Tur
La dieta del charrán ártico se compone principalmente de peces pequeños y crustáceos. Para cazar, se lanzan en picado al agua. Durante la migración, aprovechan denominadas ‘zonas de afloramiento’ (áreas marinas ricas en nutrientes), como la corriente de Benguela en el oeste del África Austral, para recargar energías.
Aunque la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) clasifica al charrán ártico como de preocupación menor, sus poblaciones han disminuido hasta un 35% en regiones como el Báltico y Groenlandia en las últimas décadas. Los expertos coinciden en señalar que el declive de esta especie es un termómetro de la salud marina.
Metabolismo acelerado
Las principales amenazas a las que se enfrenta la especie son: el cambio climático, la sobrepesca y la contaminación por plásticos. Organizaciones como BirdLife International promueven la creación de áreas marinas protegidas en sus rutas migratorias.
¿Cómo es este animal increíble? El charrán ártico es un ave esbelta, de plumaje grisáceo en el dorso y blanco en el vientre, con un característico capuchón negro que cubre su cabeza durante la temporada de cría. Sus alas estrechas y su cola bifurcada le permiten maniobrar con precisión, tanto en vuelo como al cazar.
Con una envergadura de 75 a 85 centímetros, habita en las costas y tundras del Ártico durante el verano boreal, donde se reproduce, y migra al océano Antártico para aprovechar el verano austral. Es un ejemplo de adaptación extrema. Su diseño evolutivo está optimizado para dos cosas: vuelos de larga distancia y supervivencia en ambientes extremos.

Ejemplar de charrán ártico. / Cristina Amanda Tur
Sus adaptaciones fisiológicas son clave para su ‘ajetreada’ vida. Tienen alas largas, lo que reducen el esfuerzo al planear; su metabolismo es acelerado, lo que les permite quemar grasa eficientemente durante el vuelo; y disponen de un plumaje denso, que los aísla del frío polar y reduce la resistencia al agua al zambullirse.
Los charranes realizan un patrón de vuelo en zigzag que les permite aprovechar los vientos predominantes del océano, lo que reduce el esfuerzo energético durante el vuelo. Podría decirse que son máquinas de convertir energía en distancia.
Además de un viajero incansable, el charrán ártico es un puente biológico entre dos ecosistemas críticos para el equilibrio climático. Su capacidad para adaptarse a ambientes extremos lo ha convertido en un modelo de estudio para la bioinspiración (diseño de sistemas artificiales a los que se incorporan características de los naturales), desde la navegación autónoma hasta la eficiencia energética.