El debate político en torno a filtraciones que revelan tensiones internas no es nuevo. Tampoco lo es el interés por conocer qué opina realmente el jefe del Ejecutivo sobre sus ministros. Son conversaciones privadas, con remoquete incluido, que no vulneran la intimidad ni afectan a la esfera estrictamente personal.
Amparadas por la cobertura que proporciona la libertad informativa, su difusión permite al ciudadano asomarse a la naturaleza real de las relaciones de poder, en que lo dicho en publico dista mucho de lo que se hace en privado.
Desde una perspectiva jurídica, para que un juez admitiera una denuncia deberá haberse producido una vulneración flagrante de la intimidad, lo cual no se aprecia en los mensajes conocidos hasta ahora.
El quién y el qué
Se desconoce el origen de la filtración y su alcance exacto, lo que dificulta la composición del relato. Al centrar el debate en el autor de la filtración, el quién, se desvía la atención de lo nuclear, el qué.
Aquí clarea con nitidez el doble rasero: en unos casos, la filtración importa menos que su contenido; en otros, el contenido es irrelevante porque lo inadmisible es que se haya filtrado.
La cuestión critica es discernir si se trata de la venganza de un desengañado con el que lo comentaba todo, o de una advertencia deliberada, utilizando los wasaps como munición defensiva.
Las relaciones de poder no son unidireccionales. Cuando no hay confianza, se instala una contradicción esencial: el dominador acaba dependiendo del dominado.
Relevancia penal
Otra cosa sería que la información proviniera de un sumario declarado secreto o protegido por el deber de reserva. En ese caso, estaríamos ante un hecho grave. Pero hasta el momento no hay indicios de ello, y lo publicado carece, por tanto, de relevancia penal.
Algunos medios de comunicación obvian la vertiente axiológica de la realidad. Todo parece depender de quién actúe. Si lo hacen los afines, se justifica; si son los contrarios, se condena. Este sectarismo es parte esencial del problema.
En todas estas situaciones –con el presidente del Gobierno como común denominador– subyace una indignación selectiva: esa resistencia a rectificar tras una elección emocional, el afán de enrocarse en el error y la tendencia a cerrar los ojos cuanto más evidente resulta la verdad, para no tener que darse por aludidos.
Indignación selectiva / Lne
«Aquí el problema es el ‘One’» (1991)
Así se refería Txiki Benegas –secretario de organización del PSOE– a Felipe González –el «One», el «dios»– en una conversación telefónica, mantenida desde su Motorola, mientras viajaba a Sevilla. Sus críticas reflejaban que el partido ya no era tan compacto y homogéneo como se pensaba entonces.
Las grabaciones fueron emitidas por la cadena SER y provocaron un seísmo político. Benegas calificó lo ocurrido de “terrorismo telefónico” y denunció a la emisora por presunto delito de “intromisión ilegítima en su intimidad”.
Se abrió un intenso debate sobre los límites al derecho de la información. Se impuso la prevalencia del derecho a informar sobre asuntos relevantes, de interés informativo. El caso fue archivado y la justicia, en favor de la libertad de expresión, falló la pertinencia de su difusión
«Luis, sé fuerte» (2009–2017)
Este icónico mensaje sirvió de base para que el entonces jefe de la oposición –hoy, presidente del Gobierno– exigiera la dimisión del jefe del Ejecutivo, tras conocerse que el tesorero del partido –imputado por el Tribunal Supremo por corrupción en la adjudicación de contratos públicos– ocultaba 50 millones de euros en Suiza. Fue enviado a prisión incondicional sin fianza.
¿Fuego amigo con recado? (2025)
La reciente filtración de mensajes entre el presidente y uno de sus principales apoyos ha generado un interés público indudable, si bien propicia confusión entre lo público y lo privado.
En nuestro país, los presidentes disponen de móviles privados. Para evitar, precisamente, esos conflictos ¿no deberían de mantenerse secretas sus comunicaciones, durante los años (25, 50) que se estimase conveniente?
Los más ásperos con el sanchismo son los apóstatas que conocen cada esqueleto del armario. Especialmente cuando existía una estrategia para ir sorteando el descubrimiento de la verdad: ¿qué obtendría quien guarda los secretos a cambio de mantener el silencio: un beneficio penitenciario, en caso de condena, y un eventual indulto?
Cabe preguntarse si el presidente apartó a su plenipotenciario –en el Consejo de Ministros y en el partido– para protegerse a sí mismo y, al mismo tiempo, lo blindó para asegurarse su lealtad. Como decía Nietzsche, a propósito de la indignación selectiva: «no hay hechos, solo interpretaciones». De momento ahí estamos, sin desenlace a la vista.