No podía ser otro quien pusiera la rúbrica al título de Liga del Barça. Lamine Yamal, como los genios que van y vienen pero cuyo rastro perdura por siempre, apenas había asomado en el primer acto del derbi frente al Espanyol. Hasta que tomó la pelota y coronó su increíble temporada con un gol que lo fija en la memoria. Enroscó la pelota y la hizo llevar a la escuadra defendida por Joan García, el mejor portero del campeonato. Lamine Yamal se quedó quieto, socarrón, y abrió los brazos ante los aficionados del Espanyol. Se dejó alzar hacia el cielo por sus compañeros de equipo. Ya se vengaría después Leandro Cabrera golpeando al delantero de Rocafonda. Aunque el destino ya lo había escrito el genio barrial de Rocafonda para que Fermín lo coloreara y lo celebrara como no pudo hacerlo en el clásico.
Esta Liga conquistada por el Barça en Cornellà llegó después de un atropellamiento masivo a las puertas del RCDE Stadium que acabó con 15 heridos de diversa consideración. Con aficionados del Espanyol reclamando que el partido no se disputara. Y el equipo de Flick, muy nervioso, resolviendo gracias a su gran estrella adolescente, pero también a Szczesny, su portero de 35 años. Con siete puntos de ventaja sobre el crepuscular Real Madrid con dos jornadas por disputarse, la noche podía acabar.
«Me encanta que me digan lo que tengo que hacer. Que sigan, que sigan. ¡Así yo hago lo contrario!». Joan Laporta, presidente del Barcelona, reía unos días atrás, feliz ante sus interlocutores en uno de aquellos ágapes en que él habla y el resto interpreta el porqué de este Barça disruptivo.
Laporta es consciente de que se ha salido con la suya gracias a una decisión que ha marcado su mandato en esta segunda era, y que él persiguió más que nadie: la vía alemana. La rebelión comandada por Hansi Flick, campeón de Liga, Copa y Supercopa de España en su primera temporada en el banquillo –con la caída en San Siro como asumible precio del cambio de paradigma–, fija un punto de inflexión clave en la historia del club.
Capituló un Real Madrid de fin de trayecto y el Barça pudo coronarse con el título más «honesto». Es como le gusta definirlo a Flick, un entrenador que, a sus 60 años, ha modernizado al club, arrancándole de esos debates estéticos y guerras de familias que habían incrustado a la entidad entre el romanticismo y el canibalismo, siempre con el pasado como hilo conductor. Ahí quedan las experiencias en el banquillo de Koeman, a quien Laporta no se atrevió a despedir cuando debía, para después echarlo en un avión; o de Xavi Hernández, que se malacostumbró a vivir entre fantasmas, pensar que el guardiolismo era su enemigo, y acabar también de patitas en la calle por pensar que con esta misma plantilla campeona nada habría que hacer.
Impactos
Ralf Rangnick, actual seleccionador de Austria, fue quien puso a Laporta sobre la pista de Flick. Deco y Bojan, al frente del área deportiva, los que se sintieron abrumados en aquella reunión en Londres en la que el extécnico del Bayern y de la selección alemana les convenció del poco partido que se le había sacado a una equipo que, a su parecer, requería de escasos retoques. Gündogan fue quizá el mejor jugador de la era Xavi. Pues bien, en el equipo volcánico de Flick, su juego alambicado y sosegado no podía tener sitio.
El cambio en la preparación física comandado por Julio Tous ayudó a que Flick pusiera en práctica un estilo punk y adaptado al ansia juvenil. Un modelo despiadado y apropiado para esas nuevas generaciones que necesitan de constantes impactos. Goles en contra y a favor, dramatismo y heroísmo, placer continuo. El público del fútbol que Florentino Pérez aseguraba que se aburría con partidos de 90 minutos ha podido engancharse a la propuesta del Barça. Los saltos del rapero Travis Scott en Montjuïc sirven como metáfora de este nuevo tiempo.
Ha sido el hábitat idóneo para la explosión de un Lamine Yamal embalado hacia el Balón de Oro siendo aún menor de edad. Sí, en la temporada en la que el Real Madrid consiguió juntar a Mbappé con Vinicius, Rodrygo y Bellingham. Flick respondió confiando en las patas de gallo de Lewandowski, rescatando de la nada a Raphinha para que su despliegue tuviera sentido en un equipo que siempre mira al frente; pero también revitalizando a De Jong, anticristo de la era de Bartomeu, y ahora esencial junto a un Pedri cuyo gobierno no admite comparación en Europa. Este Barça asombra.