El cardenal Robert Prevost, Papa León XIV, el Papa número 267 de la historia, comparece ante sus fieles, en el balcón de la Basílica de San Pedr. / Stefano Spaziani – Europa Press
En esta semana histórica nos hemos proyectado hacia el futuro –para eso sirve la tradición- con la elección de un nuevo Papa, y hacia el pasado, con la conmemoración del 80 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial. A veces la Humanidad tiene que convertirse en una criatura bifronte para poder mirar hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, pues del futuro es muy difícil aprender y el pasado nos sitúa. Con la elección del Papa perpetuamos un cierto sentido, declinante pero no extinto, de trascendencia, de cultivo espiritual en tiempos de puro narcisismo. También se designa en él un referente moral que va más allá de lo religioso, pues es también una figura política. Con la conmemoración del final de la guerra construimos un cierto sentido del pasado (Ricoeur) y recordamos lo frágil de nuestro bienestar, el valor del presente y lo fútil del materialismo. La guerra siempre empieza como algo lejano que sufren los demás, hasta que la tenemos encima, inexorable y letal. Por su impacto, calado y repercusiones seculares, episodios como la IIGM atraviesan el tiempo en la memoria colectiva de generaciones que no vivieron ese momento, pero que no han dejado de oír hablar de él. Es justo y necesario, pues a los caídos en Normandía o Stalingrado les gustaría pensar que su muerte sirvió de algo, que fue definitiva y definitoria. Honor a todos ellos. Las razones que explican lo indeleble de la IIGM son la dimensión histórica del hecho en sí, tan devastador y apocalíptico como heroico, las figuras que la protagonizaron, providenciales unas y tenebrosas otras, las consecuencias económicas, políticas y geopolíticas de una contienda de la que surgió un mundo nuevo y, finalmente, pero no menos importante, el papel del pensamiento y de las artes en la interpretación de esa dislocación emocional, la función de lo intelectual y artístico como memento mori y como terapia colectiva. El acervo de posguerra es riquísimo. De la IIGM surge el existencialismo como planteamiento filosófico y literario, una exaltación algo voluntarista y resignada del libre albedrío, un antídoto a la negación del individuo que trajeron las ideologías de preguerra y la guerra en sí. Busca devolver al hombre la palanca para mover su propio mundo, pero fracasa en su loable intento, pues su versión de posguerra es acaso una filosofía más francesa e hija de su tiempo que universal, y de vocación más individualista –Sartre- que humanista –Camus-. 1945 nos trajo también el neorrealismo italiano –Rossellini, De Sica-, el relato en blanco y negro de la gesta de reconstruirnos como sociedad tras la devastación; las novelas de espías –Greene, Le Carré-, y los conflictos morales de sus protagonistas, siempre oscilando entre la traición y la muerte; el teatro del absurdo –Beckett, Ionesco, Genet- y la alienación del individuo ante la desaparición de la historia y, unos años más tarde, el pop-art como reflejo del consumo de masas, otra forma de alienación. Se diría que la masa tiene una cierta tendencia a enajenarse a su sentido histórico. En la guerra y en la pobreza, ocupada en su supervivencia, y en la paz y la prosperidad, sumida en su propio bienestar. El individuo adquiere toda la conciencia de su valor humano y de su potencial transformador en el breve lapso de tiempo que transcurre entre que se despierta del trauma, hasta que cae de nuevo en el dulce sueño de su inanidad. De ahí la importancia de la memoria, indulgente pero activa, para no caer en los horrores del pasado y para que éstos no caigan en el olvido. De ahí también la importancia de una mirada lúcida y humanista sobre el presente, para no inhibirse ante los horrores contemporáneos, pensando que, por lejanos, no nos son propios, pues a menudo acaban siéndolo, y entonces ya es demasiado tarde.