En teoría, la adolescencia es ese momento para buscarse, explorar quién se es, a quién se quiere y con quién. Pero en la práctica, muchas veces, ese camino se ve interrumpido por burlas, etiquetas o silencios que duelen. La discriminación cotidiana, casi siempre ejercida por otros adolescentes, aparece con formas que cambian, pero con un fondo que no termina de desaparecer.
Así lo recoge el informe La estigmatización y la discriminación como factores de vulnerabilidad en la adolescencia, elaborado por un grupo de investigadores de la Universidad de Valladolid. La base: una encuesta a 1.000 jóvenes de entre 12 y 16 años que, más allá de los porcentajes, ofrece una fotografía con nombres, rostros y heridas invisibles.
Cuando la discriminación se cuela en lo cotidiano
El 54,3% de los adolescentes asegura haber presenciado situaciones de discriminación. ¿Dónde? Sobre todo, en el entorno escolar. ¿Cómo? En forma de motes, risas hirientes o gestos que excluyen. ¿Quién lo hace? Sus propios compañeros. Esa es quizás la parte más difícil de asumir.
«Nos contaron ejemplos muy concretos. Desde dejar a alguien fuera de un juego por ser marroquí, hasta burlarse de un compañero por su cuerpo o por tener una discapacidad», explica Clara González, doctora en Psicología Clínica y autora principal del estudio.
¿Por qué se discrimina?
Las razones que señalan los jóvenes no sorprenden, pero sí duelen. Estas son las principales, según el informe:
- Minorías étnicas: señaladas por el 26%.
- Aspecto físico (peso, altura, vestimenta): un 23%.
- Problemas de salud, tanto físicos como mentales: 13%.
- Género u orientación sexual: 8%.
- Motivos desconocidos: el 25% dice no saber por qué ocurre.
Ese último dato es especialmente revelador. Hay discriminaciones que no tienen una justificación clara, simplemente están ahí, como parte de una inercia que pocos se atreven a frenar. Dinámicas invisibles que se repiten sin que nadie las cuestione.
De verlo a sufrirlo
Y claro, una cosa es observarlo y otra muy distinta, ser el objetivo. Entre un 15% y un 30% de los encuestados admite haber sido discriminado con frecuencia. El 17,3% afirma que la gente actúa como si no fuera inteligente, y el 13,5% recibe insultos o apodos de forma habitual. Un 6,2% va más allá: dice haber sido agredido o amenazado varias veces al mes.
Las secuelas no son menores. Quien sufre este tipo de trato puede desarrollar baja autoestima, ansiedad, retraimiento o incluso perder la motivación para seguir estudiando. Todo eso, en un momento vital en el que la validación del grupo pesa más que nunca.
Doblemente vulnerables
El informe también señala que ciertos perfiles son más propensos a recibir discriminación. Es el caso de adolescentes con alguna discapacidad, enfermedad física o problema de salud mental. Pero no son los únicos: también lo viven aquellos que tienen familiares o amigos cercanos en esa situación.
Además, hay un elemento geográfico que marca diferencias. Los jóvenes que viven en grandes ciudades (más de 200.000 habitantes) declaran sufrir más discriminación que los de entornos rurales. Puede influir el anonimato, la competitividad social o simplemente la falta de vínculos fuertes.
El peso del estigma
No todo es burla o insulto. Hay formas más sutiles de excluir, como tratar con condescendencia, compadecer o mantener distancia. Es lo que se conoce como estigma, y el estudio lo detecta con claridad en muchos testimonios.
«Nos hablaron de situaciones donde se ayudaba ‘demasiado’ a alguien con discapacidad o se evitaban relaciones íntimas con personas que tuvieran algún problema de salud mental», apunta González. En definitiva, una barrera emocional disfrazada de buenas intenciones.
¿Y ahora qué?
El estudio no solo describe el problema, también apunta caminos posibles para combatirlo. Entre ellos:
- Educación en diversidad: incluir contenidos sobre empatía y convivencia en las aulas.
- Atención psicológica cercana: que los adolescentes tengan espacios seguros para expresarse.
- Espacios de diálogo: donde puedan compartir sus experiencias y encontrar apoyo.
Todo esto, claro, requiere compromiso. De los centros educativos, pero también de las familias y de la sociedad en general. Porque la solución no está solo en enseñar, sino en generar contextos donde nadie sienta que sobra.
Cortar el problema de raíz
La adolescencia es, por definición, una etapa en construcción. Por eso, detectar a tiempo actitudes discriminatorias puede marcar una diferencia enorme. No se trata de corregir con castigos, sino de intervenir desde la escucha y el acompañamiento.
No les dejemos solos
Pensar que esto es un problema “de jóvenes” es un error. Las actitudes que vemos en los patios y redes sociales no nacen de la nada: son un reflejo de lo que pasa en casa, en la tele, en los grupos de WhatsApp. La discriminación adolescente es también un síntoma adulto.
«Los jóvenes con problemas de salud, tanto física como mental, no solo tienen que lidiar con su situación, sino con un entorno que muchas veces los hace sentirse menos», concluye González.
Y si hay algo que podemos hacer desde fuera, es dejar de mirar para otro lado. Señalar lo que no está bien. Reforzar lo que sí lo está. Y, sobre todo, entender que cada gesto —por pequeño que sea— puede cambiar la historia de alguien.