Varias personas caminan bajo sus paraguas el día en que han puesto en aviso amarillo a la Comunidad de Andalucía por tormentas y lluvias. Imagen de archivo. / María José López – Europa Press – Archivo
Dentro de las dificultades para acceder a la información que la península sufrió el día del apagón, con los medios tratando de cumplir con una función a la que casi nadie tenía acceso, hubo dos momentos inquietantes. Uno se produjo cuando a través de las radios de antena los locutores citaron en las primeras horas un despacho de la agencia Reuters, de demostrada solvencia, que atribuía la formidable incidencia a un «fenómeno atmosférico raro». Reuters citaba fuentes del operador portugués Redes Eléctricas Nacionais. La agencia acabó retirando el teletipo, a caballo entre el bulo y la información no contrastada, que viene a ser lo mismo.
El segundo momento de inquietud lo transmitió el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, que en su primera comparecencia pública, ya por la tarde, detalló los contactos institucionales mantenidos desde las 12.33, en que el sistema se vino abajo. Entre esos contactos citó a la OTAN, cuyas referencias fueron disipándose a medida que ganaba peso la teoría del fallo técnico. La alusión a la organización militar, que inducía a pensar en un ciberataque —si no, para qué iba Pedro Sánchez a contactar con la OTAN—, se diluyó conforme pasaban las horas e iba recuperándose el servicio, aunque en el momento en que la electricidad regresó a la mayoría de los hogares ya se había instalado en el argumentario colectivo que había muchas probabilidades de que el apagón obedeciera a una injerencia externa. De los hackers, de los rusos, de los chinos, vaya usted a saber. Las redes sociales y los canales de mensajería hicieron el resto. Como en la pandemia, ya teníamos montadas diversas teorías y toneladas de descreimiento generalizado contra las que solo quedaba combatir tirando de humor peninsular: saldremos más fuertes, saldremos mejores.
La hosquedad del debate político está generando una sociedad de descreídos o de ingenuos que se tragan lo que les echen, incluso entre quienes son poco amigos o sospechosos de alimentar teorías disparatadas. Desaparecen las tramas de grises mientras se asienta cada vez más la creencia de que o todo es blanco o todo es negro. La cuestión es creer o no creer, confiar en las versiones oficiales ante hechos extraordinarios o poner sistemáticamente en duda toda explicación institucional. Y aquí la culpa ya no es de los negacionistas o de los conspiranoicos o de quienes asumen como cierta cualquier explicación que proceda de las organizaciones públicas.
Los líderes de opinión (la clase política, básicamente) acumulan buena parte de la responsabilidad de este estado de cosas. La opacidad se impone a la transparencia, el insulto a las explicaciones, el griterío al análisis. Basta con recapitular las últimas sesiones del Congreso de los Diputados o de la Asamblea de Madrid o de las Cortes Valencianas en los debates sobre la dana. Se descalifican los argumentos del contrario sin concesiones a las ideas de la bancada de enfrente; se insulta, se menosprecia, se profieren argumentos rayanos en lo ridículo, mientras la calidad del debate se reduce a discusiones callejeras de una bajeza insoportable. Las estrategias basadas en el despiste acaban imponiéndose a los intentos de arrojar luz sobre hechos relevantes, de modo que afloran las dos posturas: unos ya no se creen nada, otros acaban por creérselo todo, y muy pocos saben la verdad.
Por encima de algunos valores que consideramos intocables para una democracia, la confianza en las instituciones está por encima de casi todos. Desconfiar de la información de los gobiernos en situaciones de pandemia, de guerra o de apagones constituye un elemento peligrosísimo para el mantenimiento del sistema. La popularidad de Donald Trump se ha desplomado entre sus propios votantes porque sus disparatadas decisiones en los cien primeros días de gobierno han sembrado de desconfianza buena parte de la sociedad norteamericana, posiblemente la misma que le convirtió en presidente desde el momento en que los sectores más progresistas del país dejaron de creer a Biden cuando aseguraba ser capaz de afrontar otro mandato o les pusieron delante a una vicepresidenta candidata desaparecida los cuatro años anteriores.
En esta suerte de clima de ‘vibración atmosférica inducida’, otra de las causas ininteligibles con que se trató de explicar el apagón, es donde los gobiernos comienzan a flaquear. Y si se pierde la fe en la democracia, ¿en qué demonios vamos a creer?