El escudo de los Reyes Católicos esculpido en el complejo monumental del Valle de los Caídos. / Rafael Bastante / Europa Press
Pasarán muchos años antes de que vuelva a haber un papa con la sensibilidad social y la denuncia del trato de los poderosos hacia los más débiles como tuvo, durante su mandato, el recién fallecido papa Francisco. A pesar de los esfuerzos de la ultraderecha católica por hacerle la vida imposible durante los años de su mandato, Francisco se mantuvo en su puesto hasta el último día tomando decisiones que marcarán la historia inmediata de la Iglesia católica y dejando una impronta que tardará mucho tiempo en olvidarse. Frente al anodino Benedicto XVI y el ultraconservador Juan Pablo II, Francisco hizo algo que molestó profundamente a sus detractores: aplicar a rajatabla los Evangelios. A pesar de sus dudas iniciales, Francisco tomó partido por las víctimas de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes y obispos iniciando un proceso de esclarecimiento de la verdad que puso fin a largos años de silencio en el seno de la Iglesia católica. Este esfuerzo por terminar con los abusos sexuales, unido a la defensa de los humildes, su denuncia del trato dado a los inmigrantes como si fueran delincuentes, su también denuncia del capitalismo salvaje y su conciencia ambiental, que le llevó a reclamar medidas a los Estados para revertir el cambio climático, así como la petición de una reflexión sobre el papel de la mujer en el seno de la Iglesia, motivaron la creación de un odio exacerbado por parte del sector más conservador de la Iglesia española, representada por la jerarquía, y la sociedad posfranquista que sigue pensando que los buenos tiempos regresarán algún día. Y por si fuera poco, tuvo el papa Francisco la osadía de entender y aceptar a los fieles y creyentes homosexuales y transexuales. Aquello fue el colmo. Para los ultracatólicos, dentro de la Iglesia no existen los homosexuales y mucho menos se les acepta.
Se ha caracterizado el papa Francisco por haber mantenido un estilo de vida contrario al tradicional boato y la opulencia de los anteriores papas, por tratar de vivir conforme a los más elementales principios de la antigua Iglesia, es decir, predicar con el ejemplo hasta el último día su vida. Declinó vivir en un palacio y fijó su residencia habitual, incluido su despacho, en un apartamento de 70 metros cuadrados desde el que llevó a cabo reformas que no se conocían hasta la fecha. El anterior papa, Benedicto XVI, dimitió cuando se dio cuenta de los siniestros personajes que formaban parte del Vaticano y que su debilidad física imposibilitaba cualquier intento de terminar con sus desmanes. El papa Francisco combatió la corrupción interna y puso en marcha controles destinados a impedir que determinados cardenales y obispos continuasen haciéndose ricos. Más de uno se la tuvo jurada desde entonces. Por tanto, con el papa Francisco, la Iglesia inició el único camino posible para poder convertirse en una Iglesia donde sus fieles sean los protagonistas y no su jerarquía ni gestas antiguas.
La defensa y comprensión de Francisco del movimiento migratorio que se está dando en todo el mundo, chocó de plano con la derecha más rancia y los gobiernos menos democráticos. En España, el partido Vox y los nostálgicos del franquismo no soportaron a un papa que empleaba el lenguaje de Jesús. Qué contrasentido. Nunca visitó España. Sus motivos tendría. Quizá porque la jerarquía católica española es, junto con la polaca, la más conservadora de Europa y siempre miró con grandes recelos los cambios que Francisco llevó a cabo. A ello se suma que los mandatarios españoles pusieron todas las trabas posibles al esclarecimiento de la verdad sobre los abusos sexuales a niños en el seno de la Iglesia. Sólo la insistencia de Francisco consiguió que las víctimas fueran escuchadas.
Cuando el cardenal español Rouco Varela, que se dedicó a enfrentar a unos españoles contra otros, fue jubilado en contra de su voluntad, se retiró a un piso de 370 metros cuadrados en el centro de Madrid donde es atendido por cinco monjas. Claro ejemplo de una Iglesia antigua y trasnochada donde el papel de las mujeres está bien claro: servir al hombre en tareas de limpieza y para hacerle la comida.
Los demócratas españoles siempre estaremos agradecidos a un papa que gracias a su intervención se consiguió terminar con el siniestro papel de la Iglesia española en la conservación del Valle de Cuelgamuros, monumento al odio y a la violencia que el franquismo dejó como herencia para sus acólitos. Que la Iglesia española no haya sido capaz, por sí misma, de dar los pasos para terminar con el símbolo franquista por excelencia, constata el imprescindible papel que tuvo en la dictadura y en su larga duración de casi cuarenta años.
En una película de los años 70, El último valle, ambientada en la guerra de los 30 años en la convulsa Europa del siglo XVII, cuando uno de los personajes principales está muy cerca de la muerte le dice a otro «cuando veas a Dios dile que nosotros hicimos el valle».