No se sabe si habrá mejor don divino que el de ser capaz de leer el pensamiento de los muertos. O, lo que es lo mismo, el de descifrar sus deseos. Eso es lo que hizo el pío alcalde nada más conocer el fallecimiento del señor Bergoglio en Roma, probablemente conocida la noticia recién salido el munícipe de su tempranamente matutina misa diaria.
Rápidamente, el regidor estableció públicamente que no había razón para suspender la fiesta del zarangollo, la morcilla y el botellón en concordancia con lo que hubiera deseado el difunto Santo Padre. El Espíritu Santo está para estas cosas, o sea, para que las almas del Señor Nuestro Dios no se confundan ante la tribulación y siempre, siempre haya un esclarecido capaz de interpretar para el rebaño la palabra de Dios en sus justos términos: que siga el desparrame de toda la semana de exaltación del refajo, la butifarra, la morcilla, el disfraz, el pito, el cubata, el chupito y la estrambótica orgía final callejera.
Pero esta vez también todo muy católico, apostólico y romano, para que ningún participante, local o foráneo, olvide en lo más profundo de su alma que estamos de luto oficial por el sumo pontífice de cuerpo presente. Y pene por ello entre caña y salchicha, longaniza o chiquillo. Así, la humildad y la modestia de Bergoglio, con honda preocupación por los desfavorecidos del mundo, está siendo practicada por sus muchísimos fieles huertanos durante siete días con sus siete noches, en aplicación del simbolismo bíblico del guarismo: plenitud, perfección divina y totalidad, como quedó escrito primigeniamente en el Génesis. Y al séptimo tocará descansar.
Qué boda sin la tía Juana, que el legítimo pastor de la grey local no pudo consentir que fuera la autoridad civil la única en establecer la pauta del dolor por el sacro óbito y se sumó al luto general de fiesta y crespones negros en las banderas interpretando igualmente los que hubieran sido los auténticos deseos del extinto Santo Padre, si siguiera con vida.
Ya se conocían las habilidades del mandatario diocesano para emular el camino de la autoridad civil: lo hizo en pandemia, vacunándose a destiempo con todo su séquito como las más importantes autoridades, imbuido probablemente del sentido del deber para evitar riesgos de que el rebaño quedara sin pastor espiritual y el regionalcatolicismo descarrilara.
Y Francisco, seguro que desde el cielo y a la diestra del Padre, se verá reconfortado con deleite por la sabiduría murciana, que ha sabido interpretar como en ninguna otra parte sus más íntimas últimas voluntades echándole un alboroque de siete días y siete noches, también como en ninguna otra parte.
Salmodiemos, pues, con esa campechanía tan nuestra: ¡Salve, papa Paco! Vale.
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