Al poco de llegar a mi lugar de vacaciones, comencé a escuchar dentro de mi cabeza el ruido de un grifo abierto. No hablo de un goteo más o menos rítmico, sino de uno de esos chorros que golpean con fuerza el fondo del lavabo o la pila. Lo escuchaba mientras intentaba leer el libro que había elegido para esos pocos días de descanso y mientras cenaba con la familia o los amigos, pero también en medio de la noche: a eso de las tres o las cuatro de la madrugada abría los ojos y ahí estaba el chorro desperdiciando agua a todo tren. Significaba que lo “oía” también con los ojos en una suerte de sinestesia que me impedía retomar el sueño. Pensé que, al salir con prisas de mi casa de Madrid, me había dejado abierto el de la cocina, que era el último que recordaba haber utilizado. Sonaba como era habitual en él: igual que una idea reprimida. Eso era lo que pensaba cada vez que lo utilizaba, asombrado ante su caudal: que se expresaba de modo tempestuoso, como el agua que logra abrir un boquete en el muro de una presa. Me daba envidia porque llevaba años intentando provocar en mi conciencia un agujero a través del cual liberar, sin corsé alguno, mi escritura.
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