Hay momentos en la vida que duran muy poco en comparación a lo mucho que se esperan. A veces, pasan de manera fugaz, pero, en ocasiones, tienen su lugar en la eternidad. Las Fallas, una de las valiosas señas de identidad de los valencianos, son un ejemplo de su efimeridad. El sentimiento que generan es incomparable al espacio temporal que ocupan. Cuando más se saborean, y más se disfrutan, desaparecen y la cuenta atrás, en ocasiones eterna, vuelve a empezar. No obstante, el Levante y su afición, que desprenden orgullo por sus colores, un sentimiento granota inalterable y valencianía por todos sus costados, llevan años suspirando por un ascenso a Primera División. Por un regreso a la élite que les devuelva al lugar que les corresponde y les permita dejar atrás los tormentos de las últimas temporadas. Subir a la máxima categoría no tiene una fecha programada como las Fallas, pero en las profundidades del Ciutat de València existe la sensación de que este puede ser el año. Desde la prudencia, la humildad y con los pies en el suelo, pero inmersos en una pelea que les permite ilusionarse con una hazaña que entraría de lleno en la eternidad levantinista.