«Los recuerdos son mentira», le dije a mi sobrina la última vez que estuve con ella. Pronuncié esa frase, taxativa, grandilocuente, con ánimo provocador, sabiendo que Carmen, así se llama, acostumbra a escuchar con atención, una capacidad que sorprende dada su edad, cinco años. Ella lo hizo, me escuchó, cerrando un poco sus grandes y preciosos ojos, frunciendo el ceño, evidenciando su extrañeza ante semejante afirmación. No era posible que yo, su «hada madrina», papel surgido de la combinación de dos creencias, la religiosa (es mi ahijada) y la literaria (como escritora, puedo cumplir todos sus sueños, para eso está mi imaginación), estuviera poniendo en cuestión dos de los pilares de su corta existencia: la verdad y la memoria.
«¿Cómo?», me preguntó, alargando la primera o de una pregunta que, más que a mí, iba dirigida a su madre, figura esencial de su vida, responsable de haberle inculcado esos valores que yo, de un plumazo verbal, pretendía tumbar o hacer temblar, al menos. Mi hermana respondió con una sonrisa a la que yo me sumé y, unos segundos después, cerré la conversación diciéndole a mi sobrina que ya lo entendería más adelante, cuando fuera mayor y pudiera leer mi nueva novela.
Ciñéndome a lo investigado durante los dos últimos años de escritura, es posible, probable, que la historia que me dispongo a contar se asiente más en el territorio de la ficción que en el de la realidad, aunque la vida transcurra, surja, en la frontera entre ambos. Cuando mi madre murió, la suya, desgarrada tras perder a su hija, la menor de dos hermanos, se enlutó de la cabeza a los pies y, después de asistir al velatorio y al entierro, se encerró en casa.
Desde ese día, mi abuela, que aún no había cumplido los 80 años, dejó prácticamente de hablar. Respiraba por obligación, sólo sentía pena, se lamentaba, ay, mi hija, mi hija, en una letanía constante, fúnebre. No iba al supermercado, ni a la peluquería (fui yo quien, en adelante, le lavó el pelo y se lo cortó), tampoco cocinaba ni veía la tele. Renunció a existir, pese a tener que seguir viviendo. Y mi abuelo, su marido, tan doliente como ella, embargado por el mismo dolor, pasó a ocuparse de todo, en lo doméstico y en lo emocional.
Él, un hombre físicamente robusto, conservador, criado en la carestía, generoso, reservado, bondadoso, íntegro, sobreviviente de una guerra a la que le mandaron a luchar, se levantaba cada mañana a las siete para prepararle a su mujer, madre de la hija a la que ambos habían perdido, una infusión de hierbas que le llevaba a la cama a oscuras, ni la luz prendía para no molestarla. Encendía la lumbre de la que sacaba las ascuas para el brasero que colocaba bajo la mesa camilla en la que mi abuela permanecía sentada el día entero.
Salía a hacer los recados, la compra, las gestiones para que aquella casa sumida en la oscuridad siguiera funcionando, entrara algo de luz en ella, no fuera todo sombra. Al volver, se encargaba de la comida, elaboraba platos que nunca había preparado, no sabía cómo, pero se apañaba bien. No más tarde de las dos, ponía la mesa, donde los dos almorzaban en silencio, luego la recogía y terminaba fregando los cacharros con agua fría porque, seguramente, ese día tampoco funcionaba el calentador.
Mi abuelo siguió cuidando de mi abuela, queriéndola, durante los años que ambos sobrevivieron a mi madre, su hija, ocho ella, nueve él, y yo fui privilegiada testigo de ese amor. En él me fijé, quise reflejarme, cuando, tiempo después, me atreví a querer y a dejar que me quisieran. Llegado el momento, sólo espero estar a la altura.
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