Gavi, celebrando con Lamine en el Sánchez Pizjuán / JAVI FERRÁNDIZ
¿Qué hacían ustedes, los de mi generación, a los 17 años? Servidora estudiaba C.O.U en una academia ubicada en el edificio de La Pedrera, con las paredes curvas, las mesas que no encajaban y bailaban sobre el suelo irregular y los apuntes transcritos en folios o libretas. Sin más teléfono que el ‘fijo’ de casa y sin más libertad que la que te daba el sábado hasta las nueve de la noche, un billete de autobús (los míos, el 15 y el 47) y un cigarro comprado ‘suelto’ en la tienda de confianza del barrio.
El Barça era el plan de los domingos a las cinco de la tarde si el familiar de turno tenía a bien dejarte el carnet. Los jugadores parecían veteranos de guerra -casi todos-, se dejaban bigote y llevaban una equipación ajustadísima al cuerpo. No tenían nutricionista, ni equipo de márqueting y comunicación que velara por su imagen, ni redes sociales con las que desconectar y perder el tiempo. A mis 17 años hacíamos fotos que revelábamos en una tienda y esperábamos diez días para verlas mientras masticábamos chicle, tocábamos la guitarra y ligábamos en las discotecas Charly Max, Don Chufo y Metamorfosis en horario vespertino.
Lamine Yamal, a la misma edad, es uno de los referentes del FC Barcelona y de la selección nacional. Vive con un primo y un amigo y carga a sus espaldas con una responsabilidad que, probablemente, no le toca. Nos enfada verle enfadado y nos cabrea verle cabreado. A las que peinamos canas y a los que, como él, piensan que la vida es para disfrutarla como críos que son. Para la inmensa mayoría de sus coetáneos, Lamine es sinónimo de alegría, diversión, dinero, chicas, premios y una suerte con mayúsculas que les queda muy lejos. Sobre él cargan -cargamos- un peso que bascula entre lo irracional, lo medido y lo que le toca. A su talento le sumamos un compromiso excesivo, un conocimiento del medio que es imposible que haya adquirido a su edad y una exigencia, inspirada por su calidad, que aún no le corresponde. Le hemos mandado a la guerra porque ha agarrado la escopeta como nadie. Alistado con dientes de leche, le pone que le aprieten pero no estoy tan segura que sea capaz de dosificar, encajar y digerir la presión.
El Barça de Flick, porque así hay que denominarlo, tiene en sus filas a menores de edad, otros con 18 años y la L’ colgada en el coche nuevo, veteranos de guerra, padres jovencísimos, leyendas y recién llegados que no sabían lo que era una Champions League hasta hace unos meses. Este grupo irregular, descarado y maravilloso habrá pasado la noche viendo como el vigente campeón y el laureado equipo de Pep Guardiola se jugaban el prestigio. O no. Quizá, como Hansi Flick hace unos días, habrá optado por irse a dormir o por ver una de las series que tiene atrapado a más de uno. El descanso de los guerreros. El de este Barça que da la sensación de quitarse peso para poder volar. Que tiene las ideas claras, que se gusta bastante y que se sabe aplaudido por los de aquí y por los de allá, aunque les pese. Iniciaban la temporada con un pasado reciente complejo, un Mbappé que llegaba para comerse el mundo junto a Vinicius, una masa social cuyo tono vital no llegaba al aprobado y una directiva que les provocaba inquietud. Flick, que parece vivir envuelto en la paz de su Formentera, les ha convencido que están aquí para trabajar duro y cumplir pasándoselo bien. Y eso le viene de perlas al de 17, al de 18 y al de 36, que ayer disfrutaron del descanso por las batallas ganadas y los territorios conquistados.