En muchas ocasiones, para que algo atraiga es mejor imbuir la enseñanza con alguna estrategia narrativa. Pensemos, por ejemplo, en lo interesante que es explicar el utilitarismo con las anécdotas entre Bentham y Stuart Mill. A algunos les fascina que el padre de este último, amigo del famoso creador del panóptico, quisiera educar a su vástago de la manera más excelente posible.

Según su autobiografía, Stuart Mill aprendió a una tierna edad griego y latín y cuando otros estábamos intentando atarnos los cordones, él ya se había embaulado todo Platón y Séneca. Lo de Stuart Mill es extraordinario, pero más allá de la novelita -la nivola- de Unamuno sobre cómo el amor paternal, a menudo, puede ser excesivo si se obsesiona con lo pedagógico, hay historias igualmente siniestras: ahí tienen el caso de László Polgár, que ideó un sistema para que sus hijas se convirtieran en las reinas del ajedrez mundial.

El saber, cuando se lleva al extremo, tiene sus reparos. Stuart Mill, por ejemplo, se dio cuenta al cabo del tiempo de que era un individuo deformado y que apenas contaba con destrezas que los de su edad daban por supuestas. Tampoco se había desarrollado emocionalmente, pero eso lo suplió llorando desconsoladamente cuando casi al frisar la veintena descubrió los excelsos versos de los románticos ingleses.

Para que algo atraiga es mejor imbuir la enseñanza con alguna estrategia narrativa. Pensemos, por ejemplo, en lo interesante que es explicar el utilitarismo con las anécdotas entre Bentham y Stuart Mill”

Para suscitar mayor interés por la crítica al hedonismo que escribió Mill, e incluso antes de abordar su defensa de la libertad individual, conviene abrir boca con el relato de su noviazgo. Stuart Mill se enamoró de Harriete quien, a la sazón, era la esposa de un amigo suyo. El discípulo rebelde de Bentham era inteligente, sabio, bondadoso y nadie le ganaba tampoco en honestidad.

Sabiendo que los achaques y, finalmente, la muerte no tardaría mucho en llevarse al amigo, Stuart Mill y Harriete decidieron posponer su historia de amor y no faltar a la palabra dada: ella como esposa y él como amigo. Cuando murió, se unieron; a partir de entonces, el pensamiento de Mill dio un giro hacia posturas más intervencionistas, cambiando su perspectiva acerca de la mujer.

Muchos alaban a Mill porque, en efecto, su apología de la libertad no tiene parangón. Para él, lo relevante es el avance del conocimiento y supone que toda persona ha de guiarse por principios análogos. Piensa que esa conversación colectiva que sirve de sustrato a la política es el camino para llegar a la verdad. ¿Acaso no vamos a dar la bienvenida a aquellos que nos persuaden para sacarnos del error? ¿Hay algo más maravilloso que cambiar de opinión cuando uno se da cuenta de que ha errado?

“Causa admiración, asimismo, la historia de esas mujeres que superaron con mucho los méritos de sus maridos o que, en realidad, fueron autoras de lo que mereció elogios”

Pero quienes defienden los argumentos de Mill para eliminar toda restricción a la libertad de expresión olvidan partes de su filosofía que pueden sonrojarles. Para él, como para Platón, no podía ser igual que gobernaran los sabios que quienes no están preparados. Por esta razón, defendió el voto plural, que otorga más peso al sufragio de quienes cuentan con alguna u otra cualificación.

Causa admiración, asimismo, la historia de esas mujeres que superaron con mucho los méritos de sus maridos. O que, en realidad, fueron autoras de lo que mereció elogios, pues, en muchos casos, pintaron o escribieron la obra que se atribuye a sus esposos. Injusticias de esas hay muchas en nuestra larga existencia en la tierra.

Y ahí va otra de esas intrahistorias increíbles. También tiene como protagonista a las mujeres. Una de las primeras feministas, Mary Wollstonecraft, ilustre por reivindicar los derechos de las mujeres, contrajo matrimonio con un filósofo político algo ácrata llamado William Godwin. La hija que tuvieron fue una escritora conocida: Mary Shelley, autora de Frankenstein o el moderno Prometeo.

No sé si el feminismo más radical, que amenaza con destruir lo que queda de la mujer, dejará que conservemos el recuerdo de esta madre y de su hija. Temo que las acaben cancelando, entre otras razones porque vivieron en un mundo de hombres y pretendieron, a su manera, disfrutar de los mismos privilegios que ellos. Para Wollstonecraft, paradójicamente más citada hoy que su progresista marido, la mujer disponía de la misma capacidad moral e intelectual que sus coetáneos varones. Lo que carecía era de educación para que aquella se desarrollara.

¿Y Shelley? ¿Cómo salió de su cabeza una obra tan siniestra y rica en temores, esa narración que actualizaba, mezclándolo con el terror, la fatídica historia de un titán? Póngase en situación: los Shelley eran íntimos amigos de otro poeta famoso, Lord Byron, quien les invitó a descansar en su casa de Suiza.

Una noche, tras la cena, Byron y sus huéspedes se recrearon en la lectura de unos cuentos de fantasmas. Tras la diversión, antes de desearse las buenas noches, el anfitrión les retó a inventar -y escribir- una historia parecida. De los presentes, se cuenta que solo otro invitado superó el reto. Pero desde esa afortunada velada, Mary empezó a dar vueltas en su cabeza a una posible trama, cuyo manuscrito concluyó dos años más tarde.

No se sabe a ciencia cierta qué hay de verdad en otras anécdotas que nos han transmitido; por ejemplo, se dice que Shelley se inspiró en cuentos de vampiros y que escribió bajo la influencia y el recuerdo de diversas pesadillas que tuvo. En cualquier caso, Frankenstein no existiría sin su genio y tampoco sin el desafío que a veces representa la amistad o la fortuna de tener unos padres que estimaban más la cultura que el dinero.

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