En plena languidez del “Nuñismo”, a finales de los 90, Joan Laporta fue un soplo de atrevimiento y persistencia ante el poder establecido. Bajo el manto del inolvidable Elefant Blau, un grupo de opinión como cualquiera de los que recientemente firmaron en su contra, desafió la poltrona de Josep Lluís Núñez hasta llevarle a la dimisión en junio del 2000. Le acusaba de ser dictatorial, de falta de transparencia y de querer convertir al Barça en una SAD. Núñez, en uno de sus arrebatos histriónicos, llegó a soltarle que “iba con pistolas por la calle”.
Laporta, que siempre defendió esa causa en aras a preservar los intereses de la entidad, pidió la dimisión del constructor durante años, como ahora se la piden a él quienes ven el club de otra manera y, por qué ocultarlo, tienen la sana aspiración de dirigirlo, como la tuvo él. Eso, en una época en que el Barça de Rivaldo ganó dos ligas y una Copa, ¿era desestabilizar al club? ¿Era ser un enemigo del Barça o un socio descontento con la gestión? ¿Fue perder una gran oportunidad para apoyar al club o fue ejercer la discrepancia para mejorar a la institución?
Joan Laporta tiene derecho a combatir la crítica. Pero, salvo en casos que anidan a 600 quilómetros, debe tener la certeza que la mayoría de opinadores contamos lo que nos parece, sin que nadie nos lo dicte. Al final, fueron la Liga y la Rfef quienes borraron, por presiones del fútbol, a OImo y Pau Víctor, no los medios. Le compro al presidente cualquier debate, menos el de buenos y malos barcelonistas. Él, con razón, no se lo aceptó a Núñez. Si se lo acepto ahora, sería como admitir que Laporta fue un desestabilizador. Un mal barcelonista. Y, ¿verdad que no es el caso? Pues debe valer para todos.