Donald Trump volvió a ganar las elecciones el pasado mes de noviembre haciendo bandera del ‘América, primero’, el eslogan de los aislacionistas de la primera mitad del siglo XX que trataron de impedir la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial sin esconder sus simpatías hacia la Alemania nazi. Un credo que el magnate ha hecho suyo todos estos años para encapsular su agenda nacionalista, teóricamente reacia al intervencionismo en el exterior y contraria a que Washington siga ejerciendo como gendarme en la arena global. Pero ese fue el Trump candidato. Desde que es presidente electo, un cargo que asumirá el próximo 20 de enero, el neoyorkino parece obsesionado con la expansión territorial de EEUU. Una retórica imperialista más propia de una época que se consideraba superada, por más que Rusia o Israel se hayan lanzado en los últimos tiempos a devorar la soberanía de sus vecinos.
Es difícil saber si los deseos expuestos en las últimas semanas por Trump para hacerse con el Canal de Panamá, absorber Canadá o apropiarse de Groenlandia, un territorio autónomo de la corona danesa, son una simple maniobra de distracción, una estrategia para negociar concesiones o las primeras salvas de una presidencia imperial. Podría ser cualquiera de ellas, como advertía recientemente el senador demócrata, Chris Murphy. «Habla de invadir Groenlandia o Panamá para distraer al público y a los medios del robo que está a punto de consumarse ante nuestros ojos: el gigantesco recorte de impuestos para sus amigos multimillonarios y empresarios, pagado con masivos recortes a la Sanidad», dijo refiriéndose a la bajada de impuestos que planea el republicano.
Pero también es posible que detrás haya algo más que palabrería. Trump no ha descartado recurrir a «la coerción económica o militar» para llevar sus intenciones a buen puerto y hacerse con unos territorios que considera «necesarios para la seguridad económica» de EEUU. Una estrategia que recuerda a la llamada diplomacia cañonera del siglo XIX y principios del XX, cuando Washington y las potencias coloniales europeas utilizaron la intimidación militar –generalmente el poder naval– para imponer sus intereses a terceros países o conquistar territorios. Un claro ejemplo es la separación de Colombia de Panamá en 1903, cuando el presidente Theodore Roosevelt envió la marina a los puertos panameños para apoyar su independencia y obtener los derechos para construir el Canal de Panamá, que estuvo bajo control estadounidense hasta 1999.
Doctrina Monroe
«Roosevelt decía que había que hablar bajito y empuñar un gran garrote. Trump habla alto, pero todavía no sabemos si el tamaño de su garrote se corresponde con la arrogancia que desprenden sus palabras», dice José Antonio Sanahuja, catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense. De momento, todo encaja con su manera de hacer. Un punto de partida maximalista, regado con amenazas, para después negociar concesiones económicas. La diferencia es que esta vez Trump parece querer resucitar la Doctrina Monroe con sus planes sobre el canal o sus intenciones para rebautizar el Golfo de México, al que quiere llamar Golfo de América.
Enunciada en 1823, esa doctrina puso al continente americano bajo la esfera de influencia exclusivamente estadounidense tras conminar a las potencias europeas a mantenerse alejadas de sus asuntos. Una realidad que se ha ido alterando con la penetración rusa y especialmente china de los últimos años en América Latina, un asunto que obsesiona al entorno de Trump. «Creo que aquí hay dos objetivos. Por un lado, la intención de vetar cualquier intento por parte de China de tomar el control de infraestructuras críticas por medio de sus inversiones. No solo en Panamá sino en todo el continente. Y por otro, presionar al Gobierno panameño para que tome medidas para frenar el flujo de migrantes a través del Tapón del Darién», afirma Sanahuja.
También el historiador estadounidense Jared Podair considera que el republicano mostrará una política mucho más asertiva en América Latina. «La Doctrina Monroe sigue vigente hoy y creo que la Administración Trump será mucho más agresiva a la hora de implementarla de lo que ha sido Biden», asegura a este diario el profesor de la Universidad de Lawrence. En muchos rincones de Iberoamérica, esa doctrina genera un recuerdo infausto, ya que dio pie a todo tipo de injerencias, invasiones y dominación. «Respecto a Canadá, dudo mucho que los canadienses quieran unirse a EEUU, de modo que la retórica de Trump ahí no es más que un show». Una encuesta reciente afirmaba que solo un 14% de los canadienses apoyaría que el país pase a formar parte de su vecino del sur.
La ley del más fuerte
Sea como fuere, las ínfulas imperialistas de Trump, no solo fuera de sus fronteras sino también en casa, donde muchos le acusan de preparar el terreno para tratar de gobernar como un césar sin los contrapesos habituales que enfrentan los presidentes, están llamadas a acelerar la descomposición del orden internacional de las últimas décadas. Un orden que hizo del respeto a la integridad territorial y la soberanía de las naciones su pilar básico. «Estoy seguro de que todo esto es música celestial para Vladímir Putin y Xi Jinping», dijo recientemente John Bolton, quien fuera asesor de seguridad nacional de Trump durante su primera presidencia.
Putin está tratando de rehacer a cañonazos las fronteras de Europa, mientras Xi tiene la vista puesta en Taiwán. Lejos de allí, Netanyahu ha aprovechado la caída del régimen en Siria para conquistar más territorio en los estratégicos Altos sirios del Golán. El peligro de esta dinámica es evidente, como dijo hace unos días el ministro de Exteriores francés, Jean-Noël Barrot: «Hemos entrado en una era en la que está retornando la ley del más fuerte«.
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