Los hoteles son ecosistemas fascinantes para cualquier amante de la observación. Son el punto de encuentro de la antropología, la sociología y la economía. Entre sus paredes se puede estar gestando un compló, cometiendo un asesinato o perpetrando un adulterio. Se puede estar componiendo la canción que marcará a una generación, o cerrando un negocio que haga saltar la Bolsa. Todo en todas partes y al mismo tiempo. Han servido de posada, las más de las veces, y de cárcel, a veces. Ofrecen anonimato y privacidad, pero son quizá los lugares más propicios para el espionaje y para dejarse ver. Desde Robert Kennedy a Janis Joplin o Jimi Hendrix, pasando por Coco Chanel u Oscar Wilde, han sido el mar donde muchas celebridades han ido a morir. También han dado pie a grandes películas, como “El último año en Marienbad”, “Lost in translation”, “Psicosis” o “El Resplandor”. Y en algunos de ellos se ha hecho la historia de un país. No se entiende la Ocupación alemana de París sin el Lutetia o el Meurice, ni el 23-F español sin el Palace. Estos días en Damasco los hoteles bullen de actividad política y en ellos se decide el futuro. Sus salones conocen un trasiego efervescente de hombres -apenas se ven mujeres- con una misión. Se ha abierto una página en blanco tras la caída del antiguo régimen, y esas gentes se apresuran a escribir las primeras líneas del libro de la nueva Siria. Diplomáticos, guerrilleros, clérigos -suníes, chiíes, cristianos…-, periodistas, oportunistas, estraperlistas, agentes de seguridad, espías y cooperantes se cruzan, envueltos en sus respectivos uniformes, en los zaguanes de los albergues. Un popurrí colorido de gentes que, como en un vals, saben exactamente cómo llevar el paso y bailar a la música que hoy suena. Imagino que los hoteles de La Habana en aquel año nuevo en que cayó Batista se parecían bastante, en su paisanaje, a lo que se ve estos días en los lobis damascenos. Resulta fascinante asistir en directo a ese juego trepidante de sillas musicales, a un “speed-dating” de poderosos en ciernes en una hora de la historia en que todo está por hacer y todo parece urgente, en un momento en que el almanaque del país se ha reeditado con tinta nueva, un Gotha de nombres todavía por aprender. Los blindados de Naciones Unidas lucen blanquísimos alineados junto a las furgonetas “pick up” de los artífices de esta -invernal- primavera árabe, de donde saltan, como uno solo, seis milicianos jóvenes, hirsutos y armados. Parecen recién llegados de la Sierra Maestra. Restallan de entusiasmo y no conocen la ciudad. Son héroes y lo saben. Sus hijos podrán contar que su padre “liberó” Siria cuando lo de 2024. Hace tan sólo unas semanas, esa imagen hoy icónica hubiera sido tan impensable como terrorífica. Pero la comunidad internacional ha asumido con elegante pragmatismo que el poder tiene una nueva estética, que del bigote se ha pasado a la barba y de la corbata a la kufia. Y amén. Damasco lleva festejando el año nuevo desde el 8 de diciembre -la Historia no respeta el calendario-, día del triunfo de esta fulgurante revolución. La victoria se celebra todas las noches con fuegos de artificio y balas trazadoras que la rasgan como luciérnagas rojas. La ciudad huele a pólvora, y la bandera de las tres estrellas luce ya por doquier, mientras se arrancan retratos del presidente depuesto y se encalan los muros de la patria nueva para borrar los rastros de un ayer aún fresco en la memoria. En este estado de euforia, en un país tan amante de la poesía como este, quién sabe si un Lamartine levantino enarbolará la nueva tricolor desde el balcón del Ayuntamiento, añadiendo lírica y pregón a la gesta. Mientras la gente, llena de inocencia y libre de temor, viene de los pueblos a hacerse selfis con los milicianos en la Plaza de los Omeyas, su futuro, que hoy creen esperanzador, se decide en asambleas nada improvisadas en dos hoteles cercanos. Tras trece años de guerra y cincuenta de dictadura, merecen que no les fallen.