Hay una canción de Nacho Vegas que escuché por primera vez en un trayecto en autobús entre Ponferrada y León. Se llama Ocho y medio. Maldita la hora. Es el berrinche de un pobre hombre que recuerda a la mujer que se ha ido mientras escucha con angustia creciente la forma en la que el agua de una gotera cae sobre un cubo. Clic, clic, clic, clic… El sonido repetitivo trastorna al autor, que acaba por pensar que su ex le envía una maldición, en forma de pájaro con un ala rota. Me impactó mucho la desesperación que transmitía el cantante, aunque no era mayor que la mía. Era invierno, viajaba por un paisaje gris de hulleras abandonadas y pueblecitos oscurecidos entre neblina, nieve sucia y casas viejas, con grietas, musgo y chapa… y venía de un mitin de Manuel Chaves.

Disculpen que cuente mi vida. Ya saben que no me gusta, al contrario que a todos esos columnistas que se dedican a enamorar a peluqueras y a estudiantes con el relato de sus andanzas, que nunca incomodan ni abordan lo importante, pero con las que ganan mucho dinero. Mucho más que yo. El caso es que, unos años después, Vegas actuó en las fiestas de San Isidro y le fui a ver. Esperaba algo poético y profundo, pero allí apareció un tipo que llenó el escenario de una especie de coro de afectados por las hipotecas y los desahucios. Se había convertido en una mezcla de Woody Guthrie y Ada Colau, así que aparqué sus discos. El resumen del pensamiento millenial y de toda la década prescindibilísima se concentró allí. Mensajes insoportables, nueva política y demagogia. Quejas vacías que nos han llevado a una España llorona, pero de poca chicha. Decadente y triste.

Volví a acordarme de este señor hace unos días cuando se le referenció en Los años nuevos, que es la última serie de Rodrigo Sorogoyen -que es muy bueno-. Si no recuerdo mal, una de sus canciones aparecía en una escena de sexo que se alargaba de forma imprudente. La protagonizaban Ana y Óscar, sus dos protagonistas, y era excesiva, asfixiante, peliaguda, anal… Una especie de oda a la pasión mal ejecutada. O bien. No me quedó muy claro. La terminé exhausto. Ésa y la otra… porque hay dos larguísimas escenas de coito torpe treintañero. Una de resaca y otra de domingo experimental.

La generación más triste y patética

No todo es follar en la última serie de Sorogoyen. También hay espacio para la tristeza millenial. Su pareja de protagonistas la representa de varias formas a lo largo de los 10 capítulos. Flota en todo momento sobre ellos una especie de nubecilla gris de desilusión. De tristeza amorosa…, tristeza cuqui… Tristeza que en el fondo gusta porque no se sabe ser de otra forma y así, triste, en realidad tampoco se está tan mal.

Es esa tristeza que hipoteca los siguientes 15 años de Óscar porque intenta mitigar la tristeza del desamor con la adopción de un gato. También se inicia en esa época en las medias maratones. En el running. El de los entrenamientos en la alborada para desconectar, las zapatillas de pronador, las carreritas de los domingos y las stories patrocinadas que sirven para publicitar la plusmarca personal ante gente a la que no le importa en absoluto. “Esto me viene muy bien para, ya sabes… quitarme el ruido de la cabeza”, dice Óscar, antes de confesar a Ana que, de un tiempo a esta parte, se envía audios a su propio WhatsApp para corregir sus errores. “Nota de voz: tengo que ser menos desconfiado y abrirme. Así atraeré lo positivo”, reflexiona Óscar, nuestro Parménides, un hombre dispuesto a enderezarse tras haber sufrido.

Hay que reconocer al director que ha realizado una buena aproximación a mi generación, que es quizás la más lastimosa de la historia reciente. Existe algo en la mente del millenial que le lleva a afrontar su frustración mediante el recurso más fácil, que es el del melodrama, el cual se combina de una forma letal con la ausencia de autocrítica. Le sucede a Ana, que es una chica moderna y libre, sin ataduras, de familia acomodada y mente abierta.

Ana relativiza las raíces, la importancia de la fidelidad y los lazos personales. Ella quiere volar alto y sueña desde el principio de la serie con marcharse a Vancouver para sentirse realizada. Al final, termina en Lyon, de regente de un negocio de comida a domicilio. Allí conoce a un francés: un tipo guapo al que sus hermanas admiran. El típico polvo de fondo de armario. Un novio del que alardear en Lavapiés, donde el exotismo se paga más caro que en ningún sitio, al estilo de lo que sucede en las aldeas más recónditas.

Lo que sucede es que… sorpresa…, Ana tampoco está feliz en Francia. El frío, el choque cultural, la mantequilla, los franceses… Total, que se siente deprimida al descubrir que su estrategia de dar vueltas como una peonza para mitigar su insatisfacción no es efectiva (sorpresa). Su madre la visita en esos días y, durante un diálogo socrático, le suelta: “Pues hija, te recomiendo salir, beber, emborracharte”. Volar. Es una progenitora moderna, abierta a ideas. Amiga antes que madre. De las que aspira a que su niña le cuente los problemas antes que a nadie.

Benjamín Prado

También es open mind la ex de Óscar, otro curioso espécimen millenial. Fenotipo de luchadora del 15-M, asistente a los círculos de Podemos y -seguramente- lectora del Instagram de Fallarás. En los últimos días de 2023, mantiene una relación abierta, trabaja con “une artiste” y confiesa que no trata con gente que no vaya a terapia psicológica. “Mira, chico, no me voy a relacionar con nadie que venga con sus problemas por resolver”. Óscar es especialista en meterse en jardines. Dice que es muy desconfiado, pero le puede el corazón y la cremallera. A la hora de la verdad, es tan poco resistente como el plástico de una cajetilla de tabaco en un día de marzo -apunta, Iván Ferreiro-. Su padre lo representa Benjamín Prado, que es un poeta separado que vive en un pueblo. Está claro que un bohemio que recita fados tampoco iba a educar a un Leónidas. Óscar blandea a menudo. Es normal. Cuando se estresa, culpa de todo a todos.

Podría hablarse también de otras componendas de esta generación -que aborda la serie-, como la contradicción que existe entre el ji ji – ja ja con todo tipo de drogas y la preocupación por la “epidemia” de salud mental. O la conquista del entorno a través de vuelos a deshoras en Ryanair o mediante fines de semana pastoriles en Soria para superar la rutina, que los millenial no aceptamos… porque somos gente de mundo, imparable, pero vaga.

La serie muestra a dos individuos paradigmáticos en ese sentido. Los de su generación fueron quienes se encantaron y desencantaron con Podemos y terminaron en Sumar o en el PSOE, entre dilemas sobre quién paga la cuenta o a quién deben servir la cerveza en un bar -al hombre o a la mujer- para no cometer un micromachismo. La generación más preparada de la historia es en realidad la más influenciable que se recuerda. Es la que comenzó la década en las acampadas de Sol y la terminó reconociendo que había votado a Pedro porque era lo más útil. Después de tanta modernidad, tanto cine alemán, tanto trajín para encontrar librerías antiguas en capitales europeas y tantas relaciones abiertas…, Óscar y Ana acabaron en el mismo sitio que sus abuelos: Ferraz. Nacho Vegas y Pepe Blanco tienen cierto parecido, no se puede negar.

Esos jóvenes de la crisis de 2008 lloriquean hoy por las esquinas y los bares de Madrid -y qué fea la exhibe Sorogoyen- mientras la realidad les pasa poco a poco por encima y evidencia su debilidad, al igual que la gotera de la habitación de ese pobre hombre en la que -al parecer- estaba Nacho Vegas cuando, desesperado, escribió esa canción.

Y todo esto sucede durante 10 finales de año en pantalla. Grises y penosos todos; y con una penúltima campanada en un centro de desintoxicación en la Sierra y un gastrobar en Lavapiés. Sin duda, epítomes de esa generación. La de las mareas, el indie-pop español, los conflictos emocionales birriosos y la desesperación porque los planes no les han salido como les dijeron porque sobrevino una crisis muy fuerte. Nunca antes en la historia había pasado algo así. Lo tienen (tenemos) crudo para adquirir una vivienda e iniciar los proyectos vitales. Pero elegieron la peor respuesta: lloriqueo, maratones, gatos, Netflix, gastrobares, Tinder, Glovo, Uber, Instagram, batukadas, Errejón, Broncano, un feliz solsticio, ensaladas de edamame, poliamor, Primavera Sound, ecoansiedad, coliving e inmadurez emocional.

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