Hace cuatro años despedíamos a Angela Merkel en un ambiente de elogios generalizados. «Salvadora de Europa», se la llamaba, o «nuevo Káiser de Alemania». En un perfil que escribí en aquel momento, recordaba que sólo el tiempo dictaría sentencia. Merkel, de hecho, representaba buena parte de los prejuicios políticos alemanes. «Si a Alemania le gusta la estabilidad – dije entonces –, Merkel convirtió la estabilidad en su bandera. Si los alemanes temen la inflación, Merkel impuso a la Unión Europea un registro austero que, para algunos, agravó las crisis de 2008 y de 2011. La austeridad se extendió no sólo a los presupuestos, sino también a la puesta en marcha de grandes proyectos nacionales o europeos, que acabaron desapareciendo de la imaginación colectiva. No hubo grandes avances en política exterior, ciencia, defensa o armonización fiscal y bancaria. Y, si hubo alguno, fue debido más bien a un movimiento de corte defensivo que a una iniciativa suya».

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