En un momento u otro de nuestra vida, el ruido nos desespera. Puede ocurrir cuando estamos en nuestro puesto de trabajo y el sonido de las reparaciones que están acometiéndose en la oficina nos desconcentran. O en un atasco en el que las bocinas nos hacen saltar de nuestros asientos, cada vez que suenan. O la música que los vecinos ponen más alta de lo que creemos debería ser.
El ruido nos rodea. Especialmente a aquellos que vivimos en ciudades y trabajamos al lado de las vías de circulación, o en ellas. Pero también a quienes desarrollan su trabajo en fábricas, en hostelería o en centros comerciales con la música a tope.
Seguro que cada uno de nosotros podríamos poner infinidad de ejemplos personales que corroborarían el impacto del ruido en nuestro bienestar mental… y físico. Nos podemos arriesgar a asegurar que todos tenemos nuestro diablo ruidoso particular. Esa situación, a menudo incontrolable, en la que perdemos el control por los sonidos que nos envuelven. A veces sin ser conscientes de ello.
En mi caso son las obras veraniegas –no soporto esta costumbre de mis vecinos de reformar sus casas en vacaciones–. Pero ¿esto por qué nos ocurre? Quizás la explicación más sencilla es que la interacción que pueda existir entre situaciones emocionalmente complicadas y determinados sonidos puede llevarnos a ser más conscientes de ellos. Eventualmente, el desequilibrio entre estos dos factores puede disparar una reacción emocional negativa en nosotros.
Cuando la actividad entre las zonas cerebrales y emocionales de nuestro cerebro se incrementa, puede causar una sensación de disgusto o incomodidad con un determinado sonido. Es lo que ocurre cuando escuchamos el sonido de unas uñas rascando la superficie de una pizarra.
Cuando escuchamos estos sonidos desagradables, el córtex auditivo y la amígdala interactúan más intensamente, procesando las emociones negativas. La amígdala es una pequeña parte del cerebro, en forma almendrada, que ser encarga de procesar, entre otras cosas, las respuestas de miedo o la creación de memorias emocionales.
Si fuésemos capaces de entender lo que ocurre en nuestro cerebro cuando nos exponemos a determinados sonidos, seríamos capaces de comprender mucho mejor cuáles son los mecanismos que provocan nuestra mayor o menor tolerancia al mismo.
Aunque se conocen bastante bien los efectos que puede tener el ruido en nuestro sistema auditivo e, incluso, qué tipo de sonidos parecen ser universalmente agradables o desagradables, queda mucho camino de investigación por delante. Sonidos como un taladro o un bebé llorando pueden sacar a cualquiera de sus casillas. Sin embargo, el mismo bebé riendo a carcajadas nos hace relajarnos y esbozar una placentera sonrisa.
Lo que sí parece estar bastante claro es la contribución del ruido al empeoramiento de determinadas situaciones emocionalmente complicadas. No procesaremos el sonido de la misma forma si estamos sufriendo un episodio de ansiedad o un trastorno depresivo que si lo escuchásemos tranquilamente.
Los sonidos se pueden aislar de muchas formas: desde los consabidos tapones hasta los auriculares con música más alta que el sonido de fondo. Son soluciones válidas que pueden resultar útiles. Pero, en el fondo, lo que estamos haciendo es añadiendo más ruido. Cierto que para compensar el molesto, pero por un método acumulativo, que no está muy claro que sea beneficioso.
Frente a esto, procurarnos espacios de silencio siempre que podamos sería una magnífica opción. No se trata de meternos en una cámara aislada. A veces solo es necesario dedicar unos minutos al día a estar sentados en silencio. Resulta una buena ayuda comenzar a practicar meditación o mindfulness, o caminar en la playa o el monte. De esta forma, establecemos –y nos hacemos conscientes– nuestro nivel ideal de sonido. Qué nos resulta agradable para empezar y a partir de ese momento saber qué ruidos forman parte de nuestra vida.
En el fondo, como nos afecte el ruido, lo determina un balance emocional. Si llegamos tarde a llevar a los niños al cole, y alguien nos toca el claxon –probablemente porque se encuentra en una situación similar–, no lo procesaremos igual que si vamos a tiempo y es la otra persona la que tiene su balance descompensado.
A. Bronzaft, psicóloga experta en el estudio del impacto psicológico del ruido de la Universidad de Nueva York, comenta que «el ruido lo percibe nuestro oído, pero es el cerebro el que decide si este sonido no es deseado, incómodo o insoportable para nosotros».
A cualquiera de nosotros, en un momento u otro, le ha sacado de quicio la fiesta del vecino a altas horas de la noche. O el ruido del camión de la basura a primera hora de la mañana. Pero lo cierto es que esto va más allá de una molestia ocasional o de una noche difícil para dormir. De hecho, vivir en un vecindario ruidoso –particularmente cerca de la carretera o al lado de un aeropuerto– es más que exasperante. Puede de hecho ser mortal, según un estudio llevado a cabo por el Centro Conjunto de Investigación de la Comisión Europea y la OMS.
Una exposición constante a la «polución sonora», concluye el informe, puede conducir a un aumento de la presión sanguínea e incluso ataques cardíacos. También confirma lo que los psicólogos venimos diciendo hace años: el ruido crónico puede retrasar el desarrollo infantil y tener un efecto duradero en su desempeño académico, además de en su salud.
En un clásico estudio, desarrollado en una escuela elemental cercana a un tren elevado, en Inwood, Nueva York, la diferencia de aprendizaje entre los alumnos cercanos al tren y los que estaban en clases en el interior del edificio podía llegar ¡a un año académico!
El ruido era lo suficientemente molesto como para provocar que los profesores dieran clase un 11 por ciento menos de tiempo en las aulas cercanas a las ventanas exteriores. Para probar el impacto, Bronzaft volvió a la escuela unos años después. Se habían incorporado sistemas para mitigar el ruido de las vías y se pudo constatar cómo el rendimiento académico se había equiparado, independientemente de la clase en la que se estuviera.
El entorno laboral también es una de las fuentes de ruido que nos afectan a diario. Una reciente investigación, publicada en The New Yorker, revela el impacto negativo que tienen los entornos diáfanos de trabajo, tan comunes en la actualidad. Los investigadores han hallado que la mezcla de sonidos particulares presente en estos espacios disminuye la capacidad de las personas para recordar información o llevar a cabo tareas básicas como sumar y restar.
En resumen, la exposición al ruido, deseado o indeseado, puede llegar a tener verdaderos efectos nocivos sobre nuestra salud mental.