No se conocen. Tampoco sus padres lo hicieron, ni sus abuelos, ni bisabuelos. Aparentemente nada los une. Uno, español; otro, italiano. Si no se esfuerzan, ni siquiera se van a entender. Un par de gestos, no más. No lo saben, pero están ahí, frente a frente, porque lo intuyen. Son familia. De la lejana, pero familia al fin y al cabo. Comparten antepasados, seguro, aunque ahora, en plena calle, no lo pueden demostrar. Su árbol genealógico reflejaría familiares comunes, de esos de los que es imposible tener foto. Como mucho, recuerdo oral. Toda duda queda resuelta con el carnet de identidad. Ambos se apellidan Luchoro. Ambos son tabarquinos pese a que viven a mil kilómetros de distancia.

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