Siempre se ha dicho que «la huerta es un tesoro» pero nunca fue tan apropiada la expresión. En el primer tramo del camino de Alba que conecta La Torre con Paiporta viven -vivían- dos joyeros que el día 29 de octubre perdieron la alquería, la salud y algo más. Para conocer su historia hay que remontarse a las 19.40 del día D.
Aquella tarde el caudal del Poyo desbordó el barranco y avanzó en línea recta hacia la pedanía a través de esta carretera secundaria poblada por una docena de alquerías. La barrancada anegó la huerta productiva y tumbó las puertas de las casas rurales, levantadas sin cimientos y con paredes de 60 centímetros de grosor. Las viviendas resistieron la embestida, sus moradores lo pasaron peor.
«Entraron 2,3 metros de agua en casa. Estuvimos cuatro horas nadando entre el salón, las habitaciones y la cocina», recuerda Javier Martínez, propietario de una alquería de más de tres siglos de historia. «Los muebles bloquearon las dos puertas y tuvimos que ir a brazas de un lado a otro de la casa. Al perro -un mastín- conseguimos subirlo a una colchoneta. Había libros flotando, lámparas, de todo. Era imposible avanzar. Al final conseguimos llegar a la escalera de la terraza y ahí pasamos toda la noche a la intemperie. Estábamos en ropa interior», relata el vecino de La Torre.
Cuando consiguieron liberar las salidas de la casa, Javier y su mujer Mila fueron andando al encuentro con unos amigos en San Marcelino. Al día siguiente regresaron a la alquería y estuvieron todo el día para despejar el camino rural que discurre entre su casa y la huerta de alcachofas, engullida por el lodo. «Aquí no ha venido nadie, ni el Ayuntamiento, ni la UME, ni la Policía Local, nadie. Un día vino el alcalde pedáneo con cuatro militares en un jeep, les pedimos que entraran a sacar trastos, estuvieron cuatro minutos y el alcalde les dijo que se fueran», narra Javier indignado. «Mi casa la han limpiado voluntarios de Sevilla, Madrid o Valladolid».
Limpiado, no recuperado. Los peritos municipales les han dicho que su casa tardará en estar habitable un año y medio. Javier y Mila habían invertido 600.000 euros en reformas, habían convertido la inmensa parcela trasera en un jardín, estaban cambiando la cocina y tenían muchos muebles todavía embalados, listos para montar. Habían invertido en la alquería los ahorros de una vida como joyeros.
«Vivimos de las ayudas», dice Mila. «Estábamos los dos de baja porque Javier acababa de pasar por una intervención importante. Nos tocó ir a la asistente social para informarnos sobre los derechos que teníamos. Ella nos dijo que pidiéramos el Ingreso Mínimo Vital y yo respondí: ¡Pero si somos joyeros!», continúa narrando Mila. «Contestó que eso era antes; que ahora no tenemos un duro. Ni casa, ni dinero, ni ropa. Que había que ayudarnos con la vivienda, la manutención y un psicólogo».
A falta de reconstruir la salud mental y reconducir su carrera laboral –Mila quiere retomar el diseño gráfico que estudió con 45 años–, la cuestión habitacional al menos parece estar resuelta. El ayuntamiento les realojará en una de las viviendas sociales de la calle Moreras. «Estamos esperando a que el Ministerio de Vivienda valore los daños de la alquería. Dan entre 10.000 y 60.000 euros si tu casa está completamente destrozada».
«No merece la pena buscar»
Preguntados sobre el futuro, Javier y Mila se echan a reír –no pierden el humor– y revelan otra desgracia familiar. Los joyeros tenían guardado el muestrario de la tienda de 12 metros en su alquería, y estaba sin asegurar. «Esas joyas eran nuestra jubilación. En lugar de tener un plan de pensiones teníamos ese producto. Vas guardándote productos de toda la vida que no has vendido, cadenas que tienes en estocaje y no pasan de moda. Esas joyas se revalorizan tras unos años. Vas a una tienda de compraventa de oro, las vendes al peso y tiras con lo que sacas. Al dar de baja la tienda dimos de baja el seguro y la riada lo esparció todo: cadenas, anillos, pendientes. No merece la pena buscar porque es imposible encontrar».
Pero la barrancada de los joyeros no acaba ahí. Cuando nadaban dentro de su casa Mila se hizo un corte en el empeine y la herida, infectada, la ha mantenido más de diez días ingresada en el Hospital de Llíria, otro golpe físico que no duele tanto como lo emocional: «Hemos pasado de todo. Hace unos días una mujer en el banco de alimentos me dijo que por qué estaba allí, que sabía quién era yo. Me hizo llorar», cierra la vecina de La Torre.