Tengo una biblioteca de usuario corriente y moliente, no de bibliófilo. Son libros de uso y disfrute, alguna consulta y hasta la próxima. Rara vez releo. Si lo hago es sobre títulos con los que me adentré en la lectura y me siento obligado a volver. Salinger, Orwell, D.H. Lawrence, todos compañeros de adolescencia y acné. Lo mismo me ocurre con los discos. Mi discoteca fue creciendo hasta verme sometido a una suerte de diógenes. Primero fueron vinilos, más tarde cintas de cromo de 90 con recopilaciones de Leño, de la new wave, Lo mejor del punk, La Movida y el Rock siniestro. Grabar una cinta era un acto de amor. Llegaron los cedés y luego los que yo grababa con la tostadora. Decenas de kilos de material de desecho compartiendo espacio con incunables que cada vez que cambio de casa me molesto en ordenar. Pocas veces regreso a ellos. Cuestión de streaming. Tengo un tocadiscos tan malo que da coraje enchufarlo. The song remains the same no puede girar en cualquier plato.
Con cada mudanza me digo que no sé qué hacer con todo eso. Como si los objetos pudieran sentirlo, y por agradecimiento a ellos, me resisto a deshacerme de todo ese apero que me formó durante miles de horas de mi vida. Les busco enseguida ese lugar noble que acaba siendo un mausoleo y frente al que paso los dedos por los lomos, rememoro momentos, doy media vuelta y a otra cosa. Y ahí es donde libros y discos hablan entre ellos.
Entro en Facebook. Un tipo ha subido una foto de su biblioteca. Observo que tiene ordenados los libros por editoriales, reconocibles por sus colores. Aparecen primero los amarillos, luego los rojos de bolsillo, a continuación los negros en cuyo lomo figura el autor en blanco y el título en naranja, seguidos de los blancos con el autor en negro y el título en rojo. La imagen causa el efecto contrario que buscaba la persona que con buena intención subió la foto. Le llueven las críticas. Que vaya lío, que vaya mierda, que así no hay quien se aclare. «¡Subnormal!», llega a insultarle alguno.
Ni los propios libros están de acuerdo en cómo los ha dispuesto el propietario. En algún momento del día, se comunican entre ellos. Los libros, los discos, los electrodomésticos y demás componentes del mobiliario aprovechan cuando no están los dueños de la casa para hablar de éstos o contarse cómo ha ido el día. Cuando nació mi hijo se me ocurrió comprar aquella guía que aconsejaba dejar llorar al bebé hasta que el padre o la madre optaran por lanzarse al vacío. A los progenitores podía darles un ataque de ansiedad, pero, por Dios, que no se les ocurriera coger en brazos al niño. Ese libro resultaba antipático al resto, sobre todo a los clásicos. Más que un libro de pediatría, aquello era un manual de tortura para padres y madres. La madre y yo nos convencimos de que si no cogíamos al bebé cuando se desgañitaba en la cuna, esperar a que tuviera 15 años para auparle en brazos podía ser contraproducente. Acabamos regalando el libro. En la biblioteca doméstica, Quevedo y D’Artagnan enfundaron la espada. Aquel bebé es hoy un hombre feliz pese a que le arrullábamos en brazos cada noche en plena llantina.
Lo único positivo que saqué de aquello es cómo hay que hablar a los niños que se asustan de los ruidos nocturnos. Esos ruidos, decía el autor, son la silla que habla con la mesa, el mueble que charla con el televisor, el aparador que conversa con el sofá, y así con todo el menaje.
Cuando ordeno los libros pienso en aquel recuerdo. Los libros hablan entre ellos, como los discos, como la silla y la mesa, como el sofá y la cheslón. Por eso los ordeno de la A la Z. Estoy convencido de que Luis Martín Santos habla con mi amiga Inés Martín Rodrigo, que José Ángel Mañas y Sándor Márai cuchichean con Javier Marías, o que Céline y Cercas, tan opuestos en lo ideológico, se entretienen en la librería discutiendo de cualquier cosa hasta que llega un lector y elige Viaje al fin de la noche o Soldados de Salamina.
Tras convencerme de que el orden alfabético era lo más oportuno, imaginé qué ocurriría si la sociedad funcionara como ese usuario de Facebook que dispone su biblioteca por colores. Incluso en tal caso los libros hablan entre sí. Traje el método a mi terreno y pensé en el Parlamento español, donde los rojos solo parecen emplear la educación y el sosiego con otros diputados rojos, los azules con los azules, los morados con los morados, los amarillos con los amarillos. Solo hablan entre ellos, sin mezclarse con el resto, de quienes sospechan y recelan, y a los que solo se dirigen para atacarles. «¡Tómate la pastilla!», se escucha en el hemiciclo. Entonces lo entendí todo. Volví a mi biblioteca y seguí ordenando mis libros para que no les ocurriera lo que a sus señorías: Goytisolo, Grandes, Grossman, Green, por ese orden. Mis libros no forman una democracia perfecta, pero entre ellos se entienden. Hablen entre ustedes.