En uno de los descampados que rodean el Estadi Olímpic Lluís Companys hay montada una carpa de feria. Iluminada con luces que disimulan las arrugas, pero nunca el dinero, un puñado de invitados degustaban algún cóctel mientras Bing Crosby le daba a los villancicos con su White Christmas. Es de suponer que quienes allí estaban, clientes e invitados de una industria del fútbol cada vez más impersonal, luego cruzarían la carretera para entrar al campo, admirar el baile embriagador de Pedri, el ansia goleadora de Lewandowski, y acabar de disfrutar la noche con el triunfo del Barçafrente al Brest. Quizá ni siquiera repararan en que en la grada, con un magnífico aspecto (46.317 espectadores, ahí es nada), había una clapa. Una zona muerta en la que ninguna butaca estaba ocupada. Un trozo de oscuridad.

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