Mestalla rendirá este sábado un homenaje a una quinta parte de su pueblo, a los ocho mil quinientos socios afectados por la riada que marcará sus vidas. A su gente que desembarca cada fin de semana en la Estación del Norte, que llega de la periferia en autobuses metropolitanos, con los de su peña, o con su coche particular, sabiendo que habrá sitio en la callejuela de siempre. Y que esta vez ya habrán trazado planes alternativos para salir de la nube de polvo en suspensión, sirenas y calles que siguen siendo ratoneras.
Todos volverán, volveremos, camino del templo, todos con la camiseta que también se han enfundado en las tareas de limpieza. Porque hasta en la escenografía es importante el mensaje, como una implicación religiosa, como si el escudo diese una fuerza añadida en esta batalla que es colectiva, que necesita y necesitará de espíritu de equipo. Las camisetas que se pagan a precio de oro, que se guardan impolutas, para días señalados y como objetos de coleccionismo, salieron a la batalla de la barrancada. Qué más da si las manchas, de un fango que es espeso y maloliente, quedan atrapadas para siempre en el tejido de la Luanvi 99 o la Toyota de 2004 y queden casi ya para tirar.
Muchas de esas camisetas sucias aparecerán por Mestalla, como heridas de guerra, entre los abrazos de acentos de pueblo que participan en la previa en los bares de los aledaños, con ese punto de entusiasmo añadido de quien sabe que cada partido como local no es una rutina a diez minutos de casa, que hasta especulas y llegas tarde. Es un pequeño viaje, es el mejor día de la semana.
Quizá el ánimo sea menos festivo que de costumbre. Si el control de las emociones será complicado para un aficionado entrado en canas, para jugadores casi juveniles será plomo en las botas. O lo contrario, quizá irrumpa un arrebato motivacional de juventud que rompa el guión, y el Betis no sepa qué viento le ha arrollado, igual que nos ha desbordado la imagen de decenas de miles de adolescentes cruzando la pasarela del Turia a la zona cero. La generación de hierro, los boomlets que ya ocupan la quinta parte de la grada de Mestalla, con una fidelidad a prueba de todo, también de una década con la peor gestión de la historia, que habría desencantado al más militante.
Mestalla y el fútbol volverán puntual para curarnos. Necesitamos de su costumbre, que nos ordena las semanas. Necesitaremos, también, de un club fuerte y representativo que responda a los sentimientos de su masa social. En estas tres semanas ha quedado patente, de nuevo, la deshonra de su máximo accionista, pero el club, la entidad con empleados que también han retirado muebles y recuerdos, deberá responder el sábado a la altura emocional requerida.
En el minuto de silencio lloraremos la desgracia y cuando el primer aplauso aparque el luto, miraremos hacia adelante. El espíritu de reconstrucción de tantas calles es, salvando las distancias, también es el de un Valencia tan marchito que ya ha entrado en su refundación. Lo indica el hartazgo, lo dicen las cuentas, con el gran palacio vacío, preparado para ser puesto en venta. Fue mi amigo Miquel Nadal el primero que ubicó la fundación del Valencia en 1919 como la culminación de una catarsis, para dejar atrás la pandemia de la gripe española de 1918, de la muerte de Luis Bonora, de todas las tristezas. Los abrazos y lágrimas y victoria del sábado no serán el inicio del nuevo Valencia.
Suscríbete para seguir leyendo