Si uno lo mira bien, John Williams parece un abuelo bonachón, divertido, de esos que esconden los juguetes a los nietos y les hacen muecas; de los que caminan pausados, como si pisaran moquetas infinitas. Y lo más llamativo no son esas manos cuidadas que se mueven como mariposas sobre el teclado, sino los ojos: su profundidad, su alegría, su entusiasmo casi fanático.
El documental sobre el músico que emite Disney+, con guión de Laurent Bouzereau, es de lo mejor que se ha emitido en televisión en los últimos años. Créanme que no exagero y que, incluso para quienes no son especialmente cinéfilos y entienden de música solo que lo justo, tiene unarepercusión catártica.
A Williams le debemos las bandas sonoras orquestales más impactantes del cine popular, desde las de Indiana Jones a las inolvidables y estelares de Stars Wars. Ha elevado -como otros- la música en el cine, convirtiendo el ritmo en una parte imprescindible de las escenas, lo cual no solo constituye un logro artístico meritorio, sino que revela que el arte con más resonancia en nuestro interior es el que se asemeja más a la vida.
“La música es un arte sublime, espiritual; el más abstracto y, por ello, tiene secretos que son difíciles de penetrar”
Quiere esto decir que, si uno ve un cactus abandonado en un desierto, si descubre colores pardos o un paraje seco, quizá algo le susurre la melodía aguda que Morricone -otro genio- compuso para las películas del oeste. No quiero decir lo que ocurre si nos imaginamos un duelo entre pistoleros o advertimos, en la calle, el rostro marchito de un vaquero.
Con Williams sucede lo mismo: las aventuras suenan a Jones y los niños revoltosos siempre se enredan en sus travesuras cuando se perfilan en el aire los acordes de Solo en casa. Pero la música en el cine tiene también -lo decíamos- un sentido antropológico, ya que, así como comprendemos mejor el mundo empleando palabras y símbolos -literatura-, del mismo modo los sonidos acompañan nuestra experiencia de lo real, dotándola de hondura y color.
La música es un arte sublime, espiritual; el más abstracto y, por ello, tiene secretos que son difíciles de penetrar. Se trata de un lenguaje hecho de formas tan sutiles que se desvanecen en el aire. Exige concentración y sensibilidad y, por esta razón, la voluntad de los grandes cineastas de continuar contando con compositores resulta fundamental para que continúe aquel misterio.
El documental repasa la vida de Williams, sus titubeos ante el piano, su pasión y dedicación al jazz. Da a conocer asimismo algunos detalles de su vida personal y familiar. Su vocación musical no solo se refleja en la larga dedicación al piano, sino en la certeza de que, si Williams no hubiese tenido éxito, fuera un desconocido o hubiera pasado apuros para comer, su tenacidad con las notas musicales hubiera sido la misma.
Este emocionado homenaje, por el que desfilan directores de cine, músicos, artistas y amigos, revela que el músico americano es, ante todo, un hombre bueno. No, no es una frase hecha; ni un tópico, ni algo que se afirma solo cuando, desgraciadamente, no se tiene nada significativo que decir. ¿Y acaso no podría el documental leerse como la prueba palpable de que la música tiene el evidente poder de sanarnos, de humanizarnos? ¿No está la sensibilidad de Williams, su carisma, su gozo existencial, estrechamente conectados con los maravillosos sonidos que anidan, como genios benignos, en su interior?
Williams es autor de composiciones que no han ido a parar a la gran pantalla: por ejemplo, cuando murió su mujer, estuvo enfrascado algún tiempo en una obra dedicada especialmente a ella. En sus trabajos menos comerciales, ha intentado explorar caminos no estandarizados, llegando a lo que se conoce como música experimental. Y aunque es comedido cuando expone sus opiniones, se siente perfectamente que intenta ocultar su recelo cuando le preguntan por la música electrónica.
“Si Williams no hubiese tenido éxito, fuera un desconocido o hubiera pasado apuros para comer, su tenacidad con las notas musicales hubiera sido la misma”
Y no es que no respete a quienes se inclinan a cultivarla. Lo que sucede es que para Williams hay una inexorable proximidad entre el arte y la artesanía. Si de lo que se trata es de enriquecer nuestras experiencias, de que la belleza opere como una puerta que se abre hacia nuestro autoconocimiento, el tempo, la textura, el color de los sonidos deben sernos tan familiares como nosotros mismos.
Williams tuvo que superar muchos prejuicios: para los músicos serios y engolados -vanidad hay en todos los rincones del mundo, también en las salas de conciertos-, su dedicación al cine comercial le incapacitaba para el arte respetable y auténtico. De ahí que dimitiera como director de la orquesta Boston Pops por falta de sintonía con los músicos. El conflicto finalmente se solucionó y pudo regresar.
Pocos artistas han sido tan geniales como Williams. Y tampoco se puede decir que sobresalgan tanto como él por su amabilidad y educación. Con independencia del juicio que merezca el uso orquestal en el cine o la calidad, sería una obcecación negar que la gran pantalla es una antesala maravillosa para que el gran público descubra la belleza de la música seria. Así lo confirman varios testimonios recogidos por el documental.
Los registros de Williams son variados, desde Parque jurásico o E. T. a Harry Potter, pasando por las conmovedoras piezas de La lista de Schindler. Su amistad con Spielberg nos ha dado muchísimas alegrías. Creo que pasará a la historia de la música y se seguirá hablando en el futuro de sus composiciones. Y sobre todo, a medida que pase el tiempo, crecerá nuestra admiración hacia este hombre bueno que puso el gusto por lo clásico al alcance de todos.