«Era desesperante, tanto para el que llamaba como para nosotros, no dábamos abasto para atender todo, no se puede comparar con otra situación, fue caótico». Así describe uno de los trabajadores del 112 su jornada en el Centro de Emergencias de la Generalitat el día de la DANA, el 29 de octubre. Su función: atender los avisos que llegaban en forma de llamada, tomar nota de la máxima información y dar parte como se hace habitualmente. Aunque la magnitud, tanto por gravedad como por el número de incidencias, no era la de un día normal.
Su turno, explica, empezó a las 15 horas en el centro de l’Eliana donde está situado el call center que la Administración autonómica tiene subcontratado. Pese a la alerta roja decretada por Aemet por la mañana, cuenta que no hubo refuerzo por parte de la empresa, sino que allí se funcionó con los turnos de siempre, con una veintena de trabajadores, si bien, durante la tarde, ante el volumen de avisos que fueron llegando se incorporaron otros compañeros que adelantaron su entrada voluntariamente. «Tampoco hay recursos para ampliar», agrega
El número de llamadas empezó a ser inusualmente elevado respecto a otras jornadas desde el primer momento. «De normal hay pequeños momentos en los que no entra ninguna y puedes descansar unos minutos, ese día no, ese día el pico de llamadas no paró en ningún momento», cuenta este trabajador con varios años de experiencia en este servicio. Según señaló la cuenta de X de Emergencias se habían recibido 4.235 avisos por ese «fenómeno natural» hasta 25 veces más que en los otros nueve meses previos juntos y 60 veces más el volumen de llamadas que se tienen en un mes por este motivo; 7.000 más en todo el mes que en septiembre si se cuentan todos los motivos.
El primer lugar del que recuerda una concentración alarmante de avisos fue Utiel. «Era un gran punto rojo en el mapa», señala. Se refiere a cómo quedan reflejado los avisos en la pantalla del centro. Su labor es registrar el qué, el quién y el dónde y derivarlo a otros cuerpos de seguridad para actuar. Pero la situación era inabordable, «desesperante», admite, «tanto para el que llamaba como para nosotros» porque no podían prestar ayuda ni confiar en que nadie acudiera al rescate en una localidad ya anegada por el agua. «No había medios suficientes», añade, «tenías la sensación de que no podías ayudar».
El mapa pintado de rojo
Aquello solo fue el principio. Conforme pasó el tiempo los avisos se fueron moviendo «hacia abajo, hacia el mar». Era el transcurso del agua por los barrancos y ríos hacia sus consiguientes desembocaduras dejando el avance del desastre en el mapa hacia l’Horta Sud, marcas que podrían haber servido para advertir de lo que venía. Recuerda especialmente llamadas desde los polígonos de Riba-roja, «gente que estaba en los techos de las naves, atrapada y que decía que el agua seguía subiendo y no sabía qué decirles, no les podía prometer ayuda porque no sabía si iban a poder ir, pero no puedes hacer más».
A ello se sumaron problemas técnicos, dificultades con la conexión, con la calidad de la llamada y con el sistema informático que se venían arrastrando y que el número de alarmas no hizo más que empeorar. Sonidos robóticos en las llamadas o llamadas que no se escuchan y donde la única solución era rellamar. «Es muy difícil decirle a una persona subida en el techo de coche que se espere, que le vuelves a llamar a ver si se escucha», indica el trabajador. El colapso de la centralita ante la falta de manos para atender hizo que saltara el buzón o se rebotara el aviso a otras autonomías. «Eso ralentizaba la atención en un momento dramático».
Toda esa tensión tiene sus consecuencias. Admite que los trabajadores del 112 están acostumbrados a «normalizar» situaciones «horrorosas» porque su día a día es atender «todos los avisos»: desde un accidente de tráfico hasta un intento de suicidio. «La peor llamada nos la comemos nosotros, el primer aviso», señala. No obstante, pese a esa experiencia previa, cuenta que la plantilla está «muy fastidiada» tras el 29-O. «Pasa factura, me ha afectado», indica al tiempo que agrega que está yendo a terapia.
El turno de este operador terminó a las 23 horas sin saber exactamente el número de llamadas que llegó a atender en sus ocho horas de trabajo aquel 29 de octubre. «Perdí la cuenta y no me dio tiempo ni a ir al baño, pero era una cifra muy por encima de lo habitual, aquello parecía que no paraba nunca», explica. Los días siguientes ayudó a reforzar turnos que continuaron con las limitaciones y la situación «desbordada», pero lo de aquel día no se borra. «Nunca había vivido algo así», sentencia.