El debate sobre una próxima ley de amnistía se plantea en dos ámbitos que se superponen y condicionan, el jurídico y el político. Pudiera parecer que el primero se presta a menos elucubraciones que el segundo, pero hay opiniones de ilustres juristas para todos los gustos y en no pocas ocasiones de manera interesada. A mi juicio no hay argumentos sólidos para afirmar de manera apodíctica que no cabe la amnistía en la Constitución, pero tampoco que cualquier ley de amnistía es constitucional.
Es difícil justificar con la Constitución en la mano una ley de amnistía. La urgencia viene marcada por la necesidad de contar con los votos independentistas para obtener la investidura presidencial
La amnistía es una medida excepcional y en un Estado democrático lo es todavía más. Se supone que un régimen sancionador democrático, especialmente el penal, reprime conductas contrarias a los derechos individuales y al orden constitucional. Un indulto es una medida de gracia que perdona la pena impuesta, pero no olvida la comisión del delito y la mantiene como antecedente penal de la persona indultada. La amnistía, en cambio, borra la comisión de delitos producidos en las circunstancias que concreta la ley que la aprueba y, por tanto, beneficia no sólo a las personas condenadas por ellos, que quedarán en libertad y sin antecedentes penales, sino también a las que estuviesen investigadas por tales delitos. Para exponerlo en términos llanos, ¿por qué un Estado democrático ha de hacer la vista gorda e ignorar que se han cometido determinados delitos con posterioridad a la aprobación de su Constitución? ¿No es contradictorio que ante la vulneración de bienes penalmente protegidos por el Estado sea el propio Estado el que decida no juzgarla como si nada malo se hubiera hecho? La respuesta, en principio, es que sí. Por tanto, la amnistía tiene una fuerte presunción de inconstitucionalidad y necesita una sólida fundamentación que quiebre esa sospecha y pueda considerarse conforme con la Constitución.
Una amnistía podría estar justificada por los cambios sociales que se producen con el tiempo y que, aunque inicialmente no, acaban siendo interpretados como coherentes con los valores constitucionales (por ejemplo, una amnistía para quienes han colaborado en dar una muerte digna a personas impedidas y que conscientemente lo demandaban. Una actividad que hasta hace poco estaba tipificada como delito). También cuando se trata de delitos menores cometidos por un significativo número de personas que consideraban estar defendiendo valores constitucionales (por ejemplo, delitos de desobediencia para frenar desahucios). En aras de la concordia social se concede la amnistía.
Es más dudosa una amnistía de quienes han incumplido deberes constitucionales. Para ocultar esa tacha, se busca su encaje jurídico recurriendo a eufemismos y argumentando que así se garantizan otros bienes constitucionales. Es el caso de la polémica amnistía fiscal, camuflada bajo el título de «medidas tributarias para la reducción del déficit público» y que, en realidad, obvia posibles delitos fiscales de los defraudadores con el fin de recaudar el Estado una masa monetaria que de otro modo se mantendría opaca. La realizó el Gobierno de Mariano Rajoy en 2012 y fue declarada inconstitucional en 2017 por haberse aprobado por decreto ley y no por ley. El TC no entró a valorar si la amnistía hubiera sido constitucional de haberse aprobado por ley, aunque deja entrever que no.
Si esto es así, una amnistía política ha de tener la más alta presunción de inconstitucionalidad, porque causa un olvido legal de acciones delictivas dirigidas de manera frontal contra el Estado. De ahí que una amnistía política se produzca con un cambio de forma de Estado, de una dictadura a una democracia o al revés, porque las conductas amnistiadas se consideran alineadas con las bases de la nueva forma de Estado instaurada. Por eso, una vez asentado nuestro sistema democrático, es muy difícil encontrar amparo constitucional a una ley que acepte no tratar como delincuentes a aquellos que, infringiendo el código penal, actuaron contra la legalidad e integridad territorial del Estado. En principio, aprobar una ley así, con este u otro nombre, comportaría admitir deficiencias en el sistema democrático establecido y que las conductas de los insurrectos lo que hicieron fue poner de manifiesto esas anomalías que habría que corregir. Este es el discurso de los independentistas al considerar que sus dirigentes son presos políticos e insistir una y otra vez en que el Estado español es represor de derechos democráticos. En esa línea es coherente que se reafirmen en la idea de que volverán a repetir lo que les llevó a su procesamiento. Ellos son los demócratas y no las autoridades españolas.
En nombre de la concordia podría amnistiarse, todo lo más, a los ciudadanos que cometieron delitos menores en el procés, pero no a los cargos públicos que perseveran en la declaración unilateral de independencia
En parte, este discurso de deficiencias democráticas ya lo asumió el Gobierno y su heterogénea mayoría en la pasada legislatura. La supresión del delito de sedición se justificó como una anomalía democrática, lo que supuso una amnistía en diferido para los fugados del procés. La prueba está en que el juez Llarena ha retirado el delito de sedición de la acusación contra ellos y mantiene solo los de desobediencia y malversación. Ahora, con la investidura de Pedro Sánchez en juego, parece que se insiste en compartir ese discurso: entrevista amigable de una Vicepresidenta del gobierno con Puigdemont, obviando que es un prófugo de la justicia y haciendo oídos sordos a las groseras acusaciones lanzadas por el ex President contra el Estado español; el pacto de los socialistas con los independentistas para elegir la Presidencia y la Mesa del Congreso en el que, al parecer y según Oriol Junqueras, se incluye el compromiso de «acabar con la represión por todas las vías legales»; el alegato en contra de judicializar la vida política, que, en el contexto de los sucesos del procés, cobra un sentido de reproche a la actuación de la Fiscalía, y, en fin, la calculada ambigüedad del PSOE para no desmentir una posible amnistía, exigida por Junts y Esquerra.
Con estas evidencias, es difícil justificar con la Constitución en la mano una ley de amnistía. Pedro Sánchez acude a la noble idea de «dejar atrás definitivamente la fractura de 2017 y pasar página», lo que se adecua al principio de convivencia democrática plasmado en el preámbulo de nuestra norma fundamental. Así, al igual que sucedió con la amnistía fiscal, el título de esa hipotética ley obviará la palabra amnistía y utilizará un eufemismo para aparentar que es una medida en consonancia con la Constitución. El problema es que no se dan las condiciones que fundamenten la decisión. No hay una urgente necesidad de restablecer la convivencia en Cataluña. La prueba está en que, tras las últimas elecciones, los socialistas son allí la primera fuerza política y la segunda Sumar. La urgencia viene marcada por la necesidad de contar con los votos independentistas para obtener la investidura presidencial, como lo demuestra que lo intentase también el PP hablando con Puigdemont.
La amnistía política es constitucionalmente posible si es el Estado el que desde la altura moral de sus principios democráticos decide, sin coacción o chantaje, olvidar unos hechos delictivos contra sus autoridades e integridad territorial. Esto exige que, previamente a que el Estado «pase página», lo hagan los procesados por aquellos delitos. Nada de esto está sucediendo. Puigdemont, y a su estela todos los independentistas, considera que hay que pasar página, pero para atrás ¡Ho tornarem a fer! y que es el Estado el que debe pedir perdón por reprimir el ejercicio del supuesto derecho de autodeterminación. En estas condiciones la ley de amnistía sería inconstitucional. En nombre de la concordia civil podría amnistiarse, todo lo más, a los simples ciudadanos que cometieron delitos menores durante el procés, pero no a los cargos públicos que intervinieron y perseveran en la declaración unilateral de independencia. Hacerla sería una claudicación del Estado. Nada que ver con la ley de amnistía que está elaborando el parlamento británico sobre lo que llama «problemas» de Irlanda del Norte, Northern Ireland Troubles (Legacy and Reconciliation) Bill, que tiene por objeto acontecimientos y conductas de hace más de veinticinco años y que el tiempo ha ido sedimentando. Si la amnistía es condición para que haya gobierno, unas nuevas elecciones es la mejor opción para quien hasta ahora siempre ha sobrevivido a sus sepultureros.