De la pena al martirio transcurrieron seis meses, 180 días de matrimonio en los que la segunda noche sufrió la primera agresión sexual, sin saber prácticamente nada sobre las relaciones íntimas de pareja: «Había tenido algún amigo, pero como mucho nos habíamos dado un beso». Ese día «sentí que me estaban arrancando por dentro. No sangré aunque era virgen, pero él creyó que no y ya empezó a decirme «tú eres una puta, con otros sí quieres estar, pero conmigo, no». La violencia no hizo sino creer en intensidad a medida que la vida en común iba avanzando, tras una cortísima relación, con el COVID-19 por el medio que precipitó el encuentro de la pareja y de la boda, «yo metí al lobo a mi casa, nadie me obligó. Parecía tan bueno, me daba lástima, sin familia, había entrado como refugiado en Europa, cuando bajó del autobús sentí pena», lamenta ahora esta mujer víctima de violencia de género que preserva su identidad tras el seudónimo de Eva H.A., pasados cuatro años desde que logró romper ese lazo compasivo hacia quien pudo ser su verdugo.

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