De la pena al martirio transcurrieron seis meses, 180 días de matrimonio en los que la segunda noche sufrió la primera agresión sexual, sin saber prácticamente nada sobre las relaciones íntimas de pareja: «Había tenido algún amigo, pero como mucho nos habíamos dado un beso». Ese día «sentí que me estaban arrancando por dentro. No sangré aunque era virgen, pero él creyó que no y ya empezó a decirme «tú eres una puta, con otros sí quieres estar, pero conmigo, no». La violencia no hizo sino creer en intensidad a medida que la vida en común iba avanzando, tras una cortísima relación, con el COVID-19 por el medio que precipitó el encuentro de la pareja y de la boda, «yo metí al lobo a mi casa, nadie me obligó. Parecía tan bueno, me daba lástima, sin familia, había entrado como refugiado en Europa, cuando bajó del autobús sentí pena», lamenta ahora esta mujer víctima de violencia de género que preserva su identidad tras el seudónimo de Eva H.A., pasados cuatro años desde que logró romper ese lazo compasivo hacia quien pudo ser su verdugo.
«Me cegué y casi me cuesta la vida». Confió porque «cuando le decía que no sabía si íbamos a encajar, él me decía que sí, que seríamos felices. Ojalá hubiera insistido tanto en los estudios como en celebrar este matrimonio», declara al analizar esta experiencia que le ha marcado de tal manera que, «a día de hoy, no quiero tener pareja, mi pareja es mi trabajo», centrada también en sus estudios, «los he retomado» tras volver al hogar familiar, en el que su madre y su padre, marroquíes, han sabido entender y acompañar a su hija mediana para salir de esa relación truculenta que la destruyó. No fueron ellos quienes la forzaron a casarse, «estaba estudiando farmacia y parafarmacia» hace doce años. Entonces, era la nota discordante de su grupo, «mis amigas se habían casado, la presión cultural me condicionó y me equivoqué».
Prejuicios
Esta joven de 30 años quiere romper esos prejuicios de la sociedad española sobre la cultura de su país de origen respecto de los matrimonios concertados de hijas e hijos, «mis padres no me obligaron a buscar novio, yo me obcequé». Prueba de ello es que «me refugiaba en su casa cada vez que tenía una pelea con conflicto con mi marido. Mi madre me dijo enseguida que me divorciara», desde el primer momento respetó su decisión, pero algo en él no la acababa de convencer, aunque jugaba al hombre desvalido y solo en la vida, «se hacía la víctima y se hacía pasar por el hombre perfecto».
La luna de miel se convertí en luna de hiel con tanta rapidez como se chiscan los dedos, pero «yo volvía porque me llamaba, pedía perdón y me decía que iba a tener paciencia» y volvía a forzarla, a vejarla e insultarla, la misma dinámica en la que se las buenas intenciones se diluían para dar paso a la «luz de gas», ese maltrato psicológico continuado que la llegó a convencer de que ella era la única responsable de ese suplicio. «Intentaba explicarle que no podía mantener relaciones sexuales con él porque me hacía daño y me dijo que era culpa mía que fuera al médico, fui y la matrona me dijo que él tenía que cambiar».
«No valgo para nada»
El sentimiento de «no valgo para nada, me sentía sucia, una mierda, evitaba continuamente a la gente, estaba llorando continuamente, pero no decía nada», lo contrario a lo que anima a las mujeres víctimas de violencia de género, «hay que hablar, eso te ayuda a sacar todo de dentro». Eva tuvo siempre de su lado a su familia, nunca lo agradecerá lo suficiente porque eso la ayudó a dejar atrás a su exmarido, al que pidió el divorcio insistentemente antes de denunciarle porque «yo no quería hacerle daño», pero tenía claro que no permanecería nunca junto a alguien que le causara daño. Cuando se casaron en la Subdelegación del Gobierno de Zamora, a través del consulado de Marruecos, fue la única condición que puso, «que me pudiera divorciar si quería». Llegó ese momento y «me decía ‘‘yo mando aquí’’, rezaba mucho, me hablaba de religión y yo pensaba pero qué haces rezando si luego me tratas mal».
El maquillaje terminó en la basura, sus pantalones vaqueros y su ropa habitual sustituidos por tres sudaderas grises y negra «muy grandes» o camisetas muy largas» combinados con pantalones de chándal para que su cuerpo quedara bien oculto.
«Vas pintada como una pared»
«Estás casada, tu forma de vestir no está bien, me decía que iba pintada como una pared, cuanto más tapada iba, él me veía mejor. Soy alta y llegué a pesar 45 kilos de los nervios y el miedo que sufrí». La relación social con los hombres, el simple hola y adiós, cómo estás a un vecino, se cortó de raíz, «se ponía celoso, me decía ‘‘siempre estás provocando, ¿no te ves la cara?’’. Todo lo que hacía era negativo, trataba de esconder hasta mis gestos». De nada le servio tener «independencia emocional, un entorno rico, no es una cuestión de clase social ni de razas, él era el problema» y su precipitación para elegir pareja le llevó a una relación tóxica.
Salir de ese pozo le ha costado, ha tenido que hacer terapia psicológica para recuperar su autoestima y priorizarse, «he aprendido que primero soy yo, después yo y siempre yo», tras intentar denunciarle y que en la Guardia Civil y un agente le dijera que se arreglara en su país con él denunciarle, esa falta de diligencia le costó tener que demostrar que el maltratador era su marido, no ella. Y es que cuando se fue de casa definitivamente, «él se autolesionó con un hierro en los brazos y me denunció en la Guardia Civil por pegarle». Lo hizo después de persiguirila por la casa con un cuchillo por varias habitaciones, un episodio en el que volvió a temer por su vida. Mantiene una orden de alejamiento de su exmarido y un miedo por superar hacia cualquier hombre que se parezca a su maltratador.