Nos recordaba hace poco Elon Musk que sólo los niños dicen la verdad. O, mejor aún, que el asombro infantil debería ser un criterio de verdad. «Los niños se maravillan ante las imágenes extraordinarias –proclamó desde el escenario–. Les cautiva lo fascinante. Se sienten inspirados por los verdaderos avances tecnológicos. Los niños son un excelente filtro para discernir lo que es genuinamente asombroso. Cuando un niño exclama: «¡increíble!», es porque realmente lo es. No tienen filtros, expresan lo que piensan sin reservas. Podríamos llegar a Marte algún día y convertirnos en una especie multiplanetaria. Estas son las cosas que inspirarán a vuestros hijos». Así es. Los niños conocen el bien y el mal de un modo intuitivo, a través de un sentido moral innato, previo al adoctrinamiento de las ideologías –que arreciará en la adolescencia– y al escepticismo desencantado de la vida adulta, cuando las decepciones van carcomiendo la imagen natal del paraíso. Cioran afirmaba que la caída del hombre se acelera con el paso de la historia, es decir, con los siglos que se acumulan sobre las espaldas de la humanidad. Lo mismo se podría aplicar al transcurso de una sola vida.
Las palabras de Musk me hicieron pensar en un texto de Chesterton, en el cual defiende los cuentos de hadas. A menudo son historias terribles, poco aptas para el estómago delicado de los ayatolás de la corrección política. «En los cuentos de hadas -leemos-, el universo se vuelve loco, pero el héroe no». Son los héroes quienes preservan el sentido del honor, la lealtad, el valor… Son ellos quienes salvan un mundo que ha perdido su orientación y busca autodestruirse.
Quizás Musk quería decirnos algo parecido. No lo sé, porque ahora anda metido en política; pero sí creo que los ideólogos han emponzoñado el mundo y han eliminado el asombro. Nuestro horizonte se ha empequeñecido a medida que la imaginación y la libertad se han vuelto sospechosas. Por ello, cuando las palabras se tornan peligrosas (de ahí que la censura a los libros haya regresado en forma de reescritura de los clásicos, cuando estos incomodan la sensibilidad contemporánea), nos hacemos más pobres y –¿por qué no decirlo?– también más estúpidos. Desde Homero, la imaginación ha sido el arma del futuro que nos recuerda que siempre se puede ir más lejos, que siempre se pueden contemplar tierras desconocidas. Un crítico tan fino como George Steiner se preguntaba cómo es posible que la hazaña del Apolo 11 no haya dado lugar a ningún poema épico, a ninguna gran epopeya, como sin duda hubiera sucedido en la Antigüedad. El eclipse del sentido mágico de las palabras no es inocente. Su pérdida nos indica que algo importante se está erosionando. La pobreza es un signo distintivo de nuestra época, a pesar de la aparente prosperidad material. Hay lujos que no alimentan nuestra más profunda apetencia.
Recuperar la mirada infantil no es una ingenuidad, sino un requisito del asombro. Exige cultivar la grandeza como un modelo para todos. Exige hacer oídos sordos a los odiadores profesionales, dejar atrás el resentimiento como requisito de la justicia, porque no lo es ni nunca lo ha sido. Sencillamente, la violencia –y hay muchas formas de violencia– no puede ser el motor de la historia, ni se puede reducir la dignidad del hombre a sus ideas, sean estas acertadas o equivocadas.
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