Nos recordaba hace poco Elon Musk que sólo los niños dicen la verdad. O, mejor aún, que el asombro infantil debería ser un criterio de verdad. «Los niños se maravillan ante las imágenes extraordinarias –proclamó desde el escenario–. Les cautiva lo fascinante. Se sienten inspirados por los verdaderos avances tecnológicos. Los niños son un excelente filtro para discernir lo que es genuinamente asombroso. Cuando un niño exclama: «¡increíble!», es porque realmente lo es. No tienen filtros, expresan lo que piensan sin reservas. Podríamos llegar a Marte algún día y convertirnos en una especie multiplanetaria. Estas son las cosas que inspirarán a vuestros hijos». Así es. Los niños conocen el bien y el mal de un modo intuitivo, a través de un sentido moral innato, previo al adoctrinamiento de las ideologías –que arreciará en la adolescencia– y al escepticismo desencantado de la vida adulta, cuando las decepciones van carcomiendo la imagen natal del paraíso. Cioran afirmaba que la caída del hombre se acelera con el paso de la historia, es decir, con los siglos que se acumulan sobre las espaldas de la humanidad. Lo mismo se podría aplicar al transcurso de una sola vida.

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