A Joan Manuel Serrat le parece que «los Premios Princesa de Asturias son especiales porque implican a todo un pueblo». Lo dijo este miércoles en la conversación junto al periodista Iñaki Gabilondo en el Teatro Jovellanos, una actividad enmarcada en la Semana de los Premios. No se equivocaba el cantor catalán, distinguido en la categoría de las Artes en esta edición.

La ciudad de Oviedo se vuelca con unos galardones que siempre dejan anécdotas curiosas. El propio autor de Mediterráneo, uno de los premiados que más cariño han recibido estos días, protagonizó un episodio que nos da la medida de su dimensión humana. En el momento de su llegada este martes, cuando todos los acólitos se aglomeraban en la puerta del Hotel Reconquista para mostrarle su admiración, el noi del Poble Sec fue a saludar uno por uno a los gaiteros que amenizaban la calurosa recepción. Sencillez y pureza. La otra sorpresa se ha producido en la ceremonia de entrega de los premios y ha tenido también al compositor como protagonista, pero el lector tendrá que seguir acompañándonos para descubrir los pormenores.

«El Premio Princesa de Asturias es diferente de cualquier otro premio otorgado a la poesía porque en su definición combina el misterio de la poesía y el misterio de la realeza, tan extrañamente relacionados entre sí», ha expresado Ana Blandiana, reconocida en la categoría de Letras, en su discurso, pronunciado en la gala del Teatro Campoamor. Tampoco podríamos manifestarnos en desacuerdo con la poeta rumana. Algo tiene la lluvia —presencia constante—, cayendo sobre la enseñoreadísima ciudad durante la segunda quincena de octubre, que nos imanta a la tierra de Don Pelayo. Más allá de la impronta real y patrimonial que proyectan, los Princesa de Asturias nos enorgullecen. Más si, como esta tarde, son tan emocionantes.

Ana Blandiana, seudónimo tras el que se oculta Otilia Valeria Coman, fue expulsada de la universidad en 1959 por la «traición» de su padre. La poeta, narradora y ensayista fue represaliada por el régimen de Ceausescu, una experiencia que ha rescatado en su conmovedor discurso, el más largo de la tarde en el Campoamor. Rumanía recoge «el sentimiento de soledad en la historia, un sentimiento del que nunca he podido distanciarme, pero del que ha germinado, como una solución de supervivencia, la poesía», ha dicho.

Se preguntaba, a propósito, «cuál es el papel de la poesía en nuestro mundo secularizado, tecnificado, informatizado y globalizado». Y, más concretamente, si la poesía podía salvar al mundo, lo que le ha llevado a recordar que «durante las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado, en las cárceles comunistas de Rumanía se produjo una auténtica resistencia a través de la poesía». Tanto que «se compusieron miles de poemas que consiguieron pasar de celda en celda y de prisión en prisión».

A este respecto, ha dejado un mensaje esperanzador flotando entre la solemnidad del teatro: «Lo que ayer nos salvó del miedo, del odio y de la locura, ¿no puede salvarnos hoy de la soledad, de la indiferencia, del vacío de fe, del exceso de materialismo y consumismo y de la falta de espiritualidad?». O sea, «¿no podríamos salvarnos poniendo la poesía en el lugar del vacío?». En este sentido, contraviene la sempiterna frase de Theodor Adorno: «Después de Auschwitz, escribir poesía es barbarie». Y es que «el sufrimiento no prohíbe la poesía, sino que la realza, le otorga brillo y le da significado».

A Blandiana, la primera persona rumana que recibe este galardón, no le duelen prendas reconocer que se resiste a «las olas siempre cambiantes de la posmodernidad». Por ello, «ahora que los robots van camino de ser superiores a los humanos», propone «intentar situarnos por encima de todo lo que ellos no entienden» para no sucumbir a los supuestos riesgos de la inteligencia artificial. No se ha olvidado Blandiana de «la importancia que la exclamación de Miguel de Unamuno ‘¡Me duele España!'» ha tenido en su «formación intelectual y espiritual». Con todo, ella la ha reformulado: «Me duele España, me duele Rumanía, me duele el mundo»

Michael Ignatieff, también escritor, no se ha mostrado muy convencido de ser merecedor del Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales. «¿Merezco esto?», se preguntaba el exlíder del Partido Liberal de Canadá, un intelectual absolutamente comprometido con su tiempo. «Los premios son un ajuste de cuentas con uno mismo. Uno no puede evitar preguntarse: ¿da la talla todo mi trabajo? ¿Qué intentaba lograr todos estos años?», insistía.

Como biógrafo de Isaiah Berlin, de quien fue discípulo, Ignatieff ha establecido la distinción que el eximio escritor británico utilizó, valiéndose de un fragmento de un antiguo filósofo griego, para definir dos tipos de personas en base a sus logros intelectuales y artísticos: el zorro, que «sabe muchas cosas»; y el erizo, que «sabe una única cosa importante».

En este sentido, «cualquiera que haya sido ensayista, periodista, cineasta, profesor de historia, biógrafo, teórico de los derechos humanos, incluso -Dios no lo quiera- político, no puede ser otra cosa que un zorro». «Pero existe una tercera posibilidad», advertía el canadiense. Y es que «algunos zorros envidian la tenacidad constante y resuelta del erizo, junto con su capacidad de enroscarse como una bola y mostrar sus púas cuando se enfrenta a quienes lo atacan». ¿Quién es, por tanto, Michael Ignatieff? «Soy uno de esos zorros que siempre deseó ser un erizo», ha resuelto.

Antes de su despedida, ha alentado a la lucha «para ser mujeres y hombres libres en un mundo saturado de manipulación y mentiras. Sin embargo, poder llamarnos libres y merecerlo realmente es el premio que más importa en la vida«. Porque «solo en un momento como este, cuando las nubes se abren y te encuentras en la cima, empiezas a comprender el camino que has emprendido», se sinceraba, emocionado, en el reconocimiento más importante de su trayectoria. «Gracias, Alteza, por este gran honor. Hoy ha hecho muy feliz a un viejo zorro», ha concluido Ignatieff.

También Marjane Satrapi, Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, ha hecho su particular distinción en el discurso más combativo de la ceremonia. «Están los miembros de la orquesta que tocan una sinfonía y nos regalan la forma más pura de la belleza, y están los que orquestan guerras y que, por cada cien litros de sangre derramada, son condecorados con una nueva medalla. Y nosotros aplaudimos con el mismo fervor a unos y a otros», ha ironizado.

La iraní, «una voz esencial para la defensa de los derechos humanos y la libertad» según el jurado de la Fundación Princesa de Asturias, es un referente cultural ineludible en su país en la lucha por los derechos de las mujeres. Historietista, directora de cine y pintora, su obra maestra es la novela gráfica Persépolis, un relato autobiográfico que narra su infancia y adolescencia en Irán «en la que plasma ejemplarmente la búsqueda de un mundo más justo e integrador» según rezaba el acta del jurado.

«Hablemos de la humanidad», ha exclamado al inicio. Y, en efecto, la iraní ha ido al grano: «Entre los que los biólogos denominan animales auténticos, es decir los mamíferos, el hombre es el único que mata a su hembra. Y calificamos ese acto como bestial, siendo así que ninguna otra bestia, fuera de nosotros, lo comete. Eso es la humanidad».

«Quizás en la educación, en vez de enseñar a nuestros hijos a aprenderlo todo de memoria y a recitarlo como loros, deberíamos enseñarles ética, civismo y sobre todo compasión y bondad», ha propuesto Satrapi, que, trascendiendo los valores virtuosos que se imponían en el discurso, ha reconocido, medio desafiante, que no es «de las que ponen la otra mejilla». Es más, «por una bofetada recibida devolvería diez». Ahora bien, «trato de no ser nunca yo quien pega la primera», ha matizado.

Tras la entrega de los galardones, el momento más conmovedor de la noche estaba reservado para Serrat, «una persona que se siente querida y respetada, a la que le gusta su oficio: cantar y escribir canciones». Su escritura «viene de la observación, de la aplicación de los sentidos», ha asegurado antes de definirse como «partidario de vivir», tal y como su deliciosa canción «Cada loco con su tema», de la que ha rescatado unos versos, sugiere: «Prefiero los caminos a las fronteras, la razón que la fuerza, el instinto que la urbanidad».

Con todo, ha lamentado vivir en «un mundo hostil, contaminado e insolidario donde los valores democráticos y morales han sido sustituidos por la avidez del mercado, donde todo tiene un precio». Por ello no se conforma con «ver los sueños varados en la otra orilla del río». Antes al contrario, se ha manifestado en la firme posición de la tolerancia. «Creo en el respeto al derecho ajeno y el diálogo como la única manera de resolver los asuntos justamente. Creo en la libertad, la justicia y la democracia. Valores que van de la mano o no lo son».

El autor de Penélope pretende «dejar buen recuerdo en los demás cuando desaparezca». «Un buen hombre, justo y agradecido», declamaba pausado, con esa delicadeza tan exclusiva que ha hecho llorar a Ana Belén, presente en la ceremonia junto a su marido, Víctor Manuel. También hemos intuído la emoción en el rostro de Leonor, la princesa, y hemos visto cerrar los ojos Satrapi mientras sonreía, y hemos visto asentir a Ignatieff, que no tendrá muchas oportunidades más de disfrutar tan de cerca al autor de canciones en español más importante de nuestro tiempo.

Faltaba, no obstante, la hermosa alusión a su esposa. Y la sorpresa de cantar en directo, junto al violín, la irresistible «Aquellas pequeñas cosas». El Campoamor, un clamor de admiración y respeto, volvía a ser escenario de un momento inolvidable, que permanecerá a la altura —sin escapar de la categoría de las Artes— del recital de Nuria Espert o la anécdota lorquiana de Leonard Cohen.

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