Un hecho anodino y cotidiano, que seguro les ha pasado a muchas personas, me llevó a esta reflexión que comparto ahora con quienes quieran pararse en este lugar. Había quedado con un amigo y buscaba un lugar para aparcar en las calles del entorno. Después de dar unas cuantas vueltas, vi un coche con las luces encendidas y deduje que iba a salir. Me acerqué y me puse a su altura; en el interior estaba una señora entrada en años con un móvil. Le hice señales para preguntarle si iba a salir; la mujer me miró, y con un ademán tajante y un gesto serio, me dijo que no. Mi alegría por encontrar un sitio se esfumó en ese instante y moví el coche al carril contrario para esperar que el semáforo se pusiera en verde y torcer a la derecha. No habían pasado ni dos minutos, cuando vi que la señora que acababa de decirme que no iba a abandonar el aparcamiento, movía su coche para incorporarse a la vía y colocarse en paralelo a mí. Entonces, la miré directamente con intención de demandarle una respuesta, pero ella evitó ese encuentro, porque mirar al otro compromete y nos enfrenta a nosotros mismos.
Este hecho me sorprendió, al punto de que empecé a preguntarme los motivos de aquel acto que causaba un malestar innecesario a alguien desconocido. ¿Qué había movido a aquella mujer a negarme la posibilidad de aparcar? Realmente, ¿se puede sentir bien consigo misma? Quizás la frustración personal o el resentimiento la llevaron a actuar así, pero qué ganaba esa señora con perjudicarme en algo tan nimio. Creo que no somos conscientes de que en la vida cotidiana es donde damos la talla de quienes somos realmente, y en los pequeños actos se muestran nuestros valores o nuestras ruindades. Seguro que la protagonista de esta historia se siente una buena persona, y no dudo de que lo sea; es probable que si nos hubiésemos encontrado en otra circunstancia, su actitud hubiese sido diferente, incluso hubiese mostrado su cara más amable, pero en el habitáculo de su coche –donde a veces nos sentimos como si estuviéramos en una fortaleza inexpugnable–, decidió fastidiar a la persona que se le cruzó en el camino y provocar un mal banal, aparentemente irrelevante, pero que habla de una falta de atención a las consecuencias de sus actos.
Para evitar que ocurran estos males banales, hay que estar atentos y detenernos en los actos de la vida cotidiana, que terminan conformando nuestras reacciones y/o respuestas.
La bondad es una forma de estar y una actitud, que se ejercita en las pequeñas cosas y que requiere atención para observar los verdaderos motivos que nos llevan a actuar de una manera u otra. Hay momentos en los que hacer algo bueno, por simple que sea, requiere una elección previa, porque la frustración o las preocupaciones pueden alimentar un estado de ansiedad y de rabia que podemos descargar con la primera persona que se cruza en nuestro camino y, aunque no provoquemos un gran daño, sí podemos acumular, a lo largo del día, un buen número de situaciones en las que hemos ocasionado trastornos innecesarios o hemos dejado a nuestro paso una sensación desagradable en el otro.
Vivimos en una sociedad crispada –por motivos reales o neuróticos en algunos casos– y cada persona puede contribuir a alimentar este ambiente. Para contrarrestarlo, recomiendo practicar mucho más la sonrisa, ejercitar la amabilidad con los extraños y hacer pequeños actos de bondad siempre que tengamos ocasión, y para las personas que, por diversos motivos, tenemos que movernos mucho en coche, los desplazamientos de uno a otro lado nos ofrecen multitud de oportunidades para practicar esa bondad, tan oportuna para compensar el malestar que a veces dirige nuestros actos y provoca un mal banal e innecesario.
Suscríbete para seguir leyendo