Cada tarde, al llegar a casa, Mónica García, empresaria de 53 años de Barcelona, sabe que su hijo pequeño, de 15, le contará con rabia y hartazgo que su hermano mayor le ha machacado. No se queja de fricciones puntuales, algo natural en las relaciones fraternales. Lo suyo roza la pesadilla. “No me deja en paz”, se lamenta. El hermano mayor, de 19, entra en su habitación cuando quiere (algo que no hacen ni Mónica ni su marido), le interrumpe la siesta o el tiempo de estudio, se burla de él o le obliga a comer un plato que no le apetece. Así, cada día.

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