En el mundo de las ideas, que a menudo se aparta de la realidad más de lo deseable, hay una pugna que apenas decae: es la que enfrenta a los defensores del progreso de quienes, en lugar de ver que el sol se levanta cada vez más alto, atisban los nubarrones. Como ocurre en lo filosófico, la cuestión tiene que ver con los matices, porque hay muy pocas respuestas incontrovertibles. 

Los últimos en enfrentarse fueron, hace ya un lustro, Harari y Pinker. El primero vuelve a la carga en su último libro, Nexus, para afirmar que estamos al borde del colapso. Para Harari, que revisa nuestro largo pasado como si todos los logros evolutivos se redujeran a acumular información o constituir redes para expandirla, el futuro no es halagüeño, precisamente porque ese maná está a punto de defenestrarnos. 

El israelí mezcla temas, recurriendo a ejemplos fascinantes, para contar una historia que, hemos de confesarlo, da algo de miedo. La conclusión deja de ser obvia: somos una especie autodestructiva. El problema con algunos brindis al sol, con declaraciones poco matizadas o las reflexiones a vuelapluma, es que uno, movido por una enfermiza obsesión por corroborar su tesis, siempre halla pruebas para confirmar sus tristes intuiciones. 

¿Quieren ver lo pernicioso que es el ser humano? Ahí tienen la expoliación de la naturaleza, las injusticias, las dictaduras, los bulos que se expanden, como un virus letal, por los océanos digitales, el egoísmo de las grandes compañías, las pasiones, la locura, la perversión… Con este punto de partida, es lógico que se cierre el libro de Harari con un trepidante desasosiego

“La IA amenaza con gobernarnos, hasta el punto de que podemos ser en un futuro no muy lejano peleles en manos de robots perversos u ordenadores despóticos, señala Harari”.

¿Cómo evitar todo ello? No es que podamos hacernos muchas ilusiones, pero un control más férreo quizá nos frene en el camino que hemos emprendido hacia la perdición.

Tampoco es que tengamos que dar la razón a las promesas de Pinker.

“Ni el progresismo ni el pesimismo nos permiten realizar diagnósticos correctos acerca de la realidad, de modo que llevan a actitudes paralizantes”

Si no hay muchas posibilidades en el horizonte y, visto lo visto, tenemos pocas posibilidades de sobrevivir, quizá lo mejor sea ir entonando los cantos de despedida, como la orquesta del Titanic. ¿Acaso cabe evitar este trágico fin? ¿Hay algún modo de no terminar con nuestra civilización en lo más profundo del mar? Sí: regulación, más autoridad, más dominio

El progresismo, tal y como está hoy pensado, no lleva a actitudes muy diferentes, por paradójico que pueda parecer. En efecto, si, como dicen Pinker y sus leales, nos va a ir bien en el futuro y dentro de unos años llegaremos al paraíso, ¿para qué soliviantarnos y quebrarnos la cabeza intentando mejorar ahora, a corto plazo, las cosas?

Si hacemos un análisis de la situación, como propone en su último número The Economist, nos daremos cuenta, por ejemplo, de que es innegable la mejora del nivel de vida en los últimos siglos. Esto, en lugar de conducir al anquilosamiento, debe constituir un acicate. Por esta razón, el semanario repara con preocupación en que, desde 1995, la lucha contra la pobreza parece haberse detenido.

Ni progreso indefectible ni involución absoluta. Sucede que se ha producido una combinación de factores como en otras frases de la historia y que vamos dando pasitos hacia adelante y pasitos hacia atrás. O zancadas, dependiendo del momento histórico. Ahora, al parecer, es tiempo de que nos apretemos los machos, de dejar de hacer predicciones idealistas, de analizar lo que va mal e intentar ponerle remedio. 

Desde 2015, tras los éxitos de la segunda mitad del siglo XX, la pobreza extrema no se ha reducido de un modo tan milagroso. La malaria y otras enfermedades han vuelto a matar a cientos de miles de personas. Y los países más pobres, que habían ido creciendo a ritmos bastante razonables, se han detenido. 

De acuerdo con la prestigiosa revista británica, el problema ha sido uno que ya detectaron los economistas del desarrollo hace muchas décadas: las ayudas y las donaciones funcionan a corto plazo, pero no resultan suficientes para producir un crecimiento o progreso sostenible. A ello se suma los equilibrios que se tienen que hacer para no incumplir los compromisos medioambientales sin renunciar a las reformas.

Lógicamente, afecta también mucho la geopolítica: el enfrentamiento entre potencias, la vaga reacción de la UE y un férreo proteccionismo que impide a los más necesitados abrirse e introducirse en el mercado internacional detienen su vuelo. The Economist lo tiene claro: las barreras comerciales, el control estatal y políticas industriales erróneas impiden que los países saquen partido de sus fortalezas, que palidecen, mientras se extreman sus debilidades. 

Esperemos que, en este contexto, aprendamos las lecciones de la historia y así no vuelva a ocurrir lo habitual: mientras los más pudientes capean el temporal, a los más pobres les sorprenderá la tormenta sin tener donde resguardarse.

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