Transcurría el duermevela de una mañana de domingo, en la que has dimitido de la realidad exterior. Solo descolgué el teléfono para que dejara de sonar, y me sobresaltó una voz imperativa al otro lado:
-Hola, soy Rebecca Horn, y si vamos a ser amigos, hay una serie de cosas que debes saber.
Es posible que en la transcripción haya añadido el «Hola», para suavizar a la interlocutora. Conviene aclarar que nunca había figurado entre mis planes gozar de la intimidad de la artista ahora fallecida. De hecho, quedé tan asombrado por la requisitoria de una amistad impuesta que por mi vida no recuerdo las exigencias anexas. Habiendo conocido después en profundidad a Horn, presupongo que las condiciones tendrían que ver con la discreción y el secreto.
Cuando estableces una relación con un artista, te desentiendes de su trabajo. Tendrán que buscar en otro sitio las disquisiciones sobre las aportaciones de Horn al Guggemheim o la Tate, necesito leer a Calvo Serraller para saber que mi amiga alemana «traba maravillosamente lo físico y cultural». Para mí fue simplemente una persona absolutamente dueña de sí misma y de su creación.
La regulación que Rebecca, si me lo permiten, impuso desde el primer momento permitía que nunca te sintieras adulado ni traicionado. Eso sí, estaba pendiente, otra calidad de sus instalaciones o como se diga. Aparecía en los espejos, te vigilaba con cariño. Sin necesidad de una palabra más, sabías que las reglas de la amistad seguían vigentes.
Un día que supongo de verano, Rebecca me invitó a conocer a Marina Abramovic, en su casa secreta de la cima del Calvari que conocía toda Pollença, con un horizonte despejado de 360 grados. Allá que subimos con Cristina Macaya, que me obligó a conducir porque llevaba días sin dormir y descabezó un sueñecito. Yannick Vu, la mujer más perceptiva de Mallorca y mi admirado Ben Jakober completaban el elenco.
A sus cincuenta años, Abramovic todavía no había cambiado la historia artística del planeta desde Nueva York, para adquirir una dimensión mítica. No importa, el deslumbramiento fue absoluto, y siempre he pensado que Rebecca lo provocó. Imagino su aforístico «Nunca verás a nadie igual». La entonces yugoslava había corrido y recorrido los 365 peldaños del Calvario, también es la única mujer a la que he preparado un batido de vegetales, con el beneficio de la perspectiva resulta tramposo sentenciar que su impacto global era inevitable.
Con el tiempo, Abramovic me invitó a su boda y acepté siempre que no fuera de novio, pese a lo cual me obligó a vestir de frac en Amsterdam. Fui tan egoísta que no acerté a percibir que lo crucial era verlas juntas, Rebecca y Marina en el traspaso de poderes, el mayor fenómeno artístico de Pollença desde que Andrew Lloyd Webber y Tim Rice diseñaran Evita en la mansión de Hal Prince. Esta historia tiene un final. La distancia se adueñó de mi pacto de amistad con Rebecca. Las relaciones con los artistas deben ser intensas y cortas. Solo viven para su obra, y tú también si no te despegas a tiempo. Ahora ha muerto la amiga que todos querríamos tener, reglas incluidas.
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